miércoles, 31 de enero de 2018

Hoy fue el día definitivo: ella, la inquilina, la única del departamento, se había ido para siempre. El arrendador me lo había confirmado, pero lo supe de inmediato porque el candado de la pieza se encontraba abierto hacía días. Lo que más lamento de todo fue no haber pasado del saludo protocolar ni del favor anecdótico, que ya se había vuelto, en todos estos años, nuestra única forma de interacción posible, puertas adentro. Éramos testigos indiferentes del paso del tiempo y del ajetreo cotidiano del otro. Nunca cómplices. Solo huéspedes por contiguidad. Como mucho, nuestros intercambios de palabras se limitaban a señalar cosas como la compra del gas restante, el solucionar problemas con la cocina, y a veces, el buscar a la gata que se le escabullía de la pieza rumbo a algún rincón oculto del depa, con ánimo lúdico, febrilmente curioso. Una de aquellas veces la gata, al notar de manera accidental que la puerta de mi pieza estaba abierta, se metía rápidamente, escondiéndose debajo de la cama, huyendo de su querida ama, o a lo mejor solo por un caprichoso instinto de merodeo que todavía la costumbre no había conseguido domesticar. Las únicas veces en que ella entraba a la pieza era precisamente para ayudarla a sacar a su gata debajo de la cama. Entonces esta huía de vuelta a la pieza de la ama de forma tan fugaz que no se alcanzaba ni a percibir. Solo asomaba, de repente, el gesto corto de la inquilina, agradeciendo de manera solapada o excusándose por la molestia provocada. Vuelvo a mirar en el borde del suelo y todavía permanece uno que otro vello blanco de la felina. El único recuerdo vicario que aún se guarda por osmosis entre el polvillo y el sedimento de la habitación. De vuelta al living, sin pensarlo, me embarga de súbito una compulsión animal. Entro sin más a la antigua pieza de la inquilina, ahora vacía, desocupada. Camino por entre la fila que da a la ventana. A un costado de la almohada, un oso de peluche abandonado que decía "te amo". Justo al ladito del velador, un pequeño pote con agua donde seguramente bebía su famosa mascota. En completa soledad, habitando su ausencia, estábamos finalmente a mano. Cada quien había entrado en territorio ajeno, a su manera, por su cuenta. El espacio, su vaciamento, su ocupar furtivo, insolente, había hecho lo que el lenguaje, la comunicación, en todo este tiempo, no había podido. Habitar al menos de manera fantasmal, ilusoria, el lugar del otro.
Llamo al instituto preguntando por el pago de enero. Dice la secre que aún no sabe nada. Le respondo que ya es tarde y me contesta que están dentro del tiempo. Que todavía no acaba el día. Que tuviera paciencia. PACIENCIA. El tiempo es dinero, dicen. Cuidado con Dorian Gray.

martes, 30 de enero de 2018

Un zancudo no paraba de estrellarse contra la ventana anoche, en evidente señal de querer entrar. Unos minutos después, dejando la ventana entreabierta por el calor acumulado, el insecto emprendía rumbo hacia algún rincón de la habitación. No salía de ahí ni por asomo. De repente pensé: Si el zancudo no amenazaba en ese preciso instante con picar ¿para qué buscarlo y matarlo? ¿Solo por una acción refleja de paranoia? ¿Solo por un ocio implacable? Preso de esta cavilación, eché a dormir.

Al despertar había ocurrido lo inevitable: una comezón en el brazo, y el zancudo a un costado, patas arriba, yaciendo sobre el velador. La razón de su deceso era misteriosa. ¿Habría muerto por mi mano -involuntariamente- o producto de algún agente externo, hasta el momento, incomprensible? El punto es que surgía el micro dilema moral. La pregunta sobre la muerte del artrópodo, que interpela por igual a animalistas y omnívoros. ¿Cuántos insectos no habremos matado ya, con deliberación o por mera casualidad, en el transcurso de la vida? ¿La muerte de esos insectos que convivían con nosotros, accidentalmente, haría o no alguna diferencia con respecto a nuestra consecuencia ética? La muerte del insecto parecía no entrar en la discusión. Resultaba la excepción absurda pero al mismo tiempo el punto ciego del debate. Y era tal vez porque el rollo en torno a la implicación homicida de otra criatura no era precisamente una cuestión, digamos, inmanente, esencialista, sino que una cuestión de perspectiva, de dimensiones. Los insectos eran demasiado pequeños o insignificantes para empatizar con ellos. O quizá solo no podíamos sentir compasión de una criatura que no nos interpelaba emocionalmente con su muerte.

Una cita de Fernando Vallejo señalaba, por otro lado, el gran umbral que separaba a las criaturas: el umbral del dolor. Según Vallejo, habría una jerarquía entre las criaturas que se establecería según cuánto sea el dolor que puedan sentir. Así, en sus propias palabras, "mientras más arriba esté un animal en esta jerarquía de dolor, más obligación tenemos de respetarlo", y luego concluía oportunamente agregando que, "entre un zancudo y un perro o una ballena hay un abismo: el de sus sistemas nerviosos". Dicho esto, aún quedaba la duda, la duda respecto al problema de la perspectiva. El cadáver del zancudo seguía ahí. El comezón sobre el brazo se había vuelto la evidencia de su crimen o la señal de su condición de víctima. Entonces ¿Solo en virtud de su naturaleza ínfima y de su (teórica) incapacidad para sentir dolor, el zancudo, su muerte, se volvía menos digna? Pues si aplicásemos ese mismo caso particular y lo llevásemos a universal, -según una forzada lectura kantiana-, la muerte del zancudo podría también implicar la muerte misma, el mero acto de matar en si mismo crearía baches en la ética general de la vida. Pero, en vista de que prácticamente nadie, a estas alturas del partido, puede afirmar con toda fe y seguridad que nunca ha matado -voluntaria o involuntariamente- a un insecto, aquel alcance universal queda suspendido de manera indefinida, y nuestra postura respecto a la existencia de las otras criaturas continúa más ceñida que nunca a nuestra propia y parcial óptica moral.

Con todo, en el momento de la interrogante, el cadáver del zancudo comenzaba a agitarse producto de la brisa. En ningún momento había hecho el ademán de quitarlo de ahí. Al rato, ya no estaba. Se lo había llevado la intemperie o la propia vida, en su proceso de demolición. Sin embargo, era su cadáver, su imagen, lo que aún permanecía, entre sueños, y en alguna otra parte del imaginario. Su picadura real había sido en la conciencia. Este texto, la hinchazón.

sábado, 27 de enero de 2018

Ordenando el estante de libros encuentro entre algunos, los de muy al fondo, un pequeño nicho de termitas. Tres de ellas habían hecho un notorio túnel a través de La línea de sombra de Joseph Conrad y El mundo perdido de Arthur Conan Doyle. Según veo, el papel favorito de estas criaturas es el que tiene una textura de cartón fino, muy similar a la madera. No así el papel medio plastificado de las ediciones más modernas. Habían hecho lo suyo con aquellos libros antiguos, pero sin pasar a llevar el contenido, solo bordeando los márgenes. Por pura casualidad, en su voracidad habían literalmente devorado los libros que tenía pendientes de lectura hace mucho, y que, por desidia y tiempo habían quedado prácticamente abandonados, apilados detrás de los otros títulos. Las termitas estaban armando su propio banquete a escondidas, su propio "club lector". Es una señal de que el material caduco del libro no se resiste al hambre de las termitas que esperan la menor oportunidad en el descuido del ejercicio de la lectura. A su manera, comiéndose las páginas sin leerlas, estaban ejerciendo su propia crítica literaria, indicando entre fauces y mordidas la ruta de los libros que tienen chance de ser releídos. Mucho más atrás, por si fuera poco, detrás de los otros libros, una araña había armado su tela justo sobre el libro de Los grandes iniciados de Edouard Schuré. La tela parecía posarse entre el camino de las termitas lectoras. Quería atraparlas. Al notar que movía los libros apilados y dejaba al descubierto su oscuro complot, la araña se escondía y desaparecía entre las ediciones de la Real Academia Española. Pasaba justo debajo de la Región más transparente de Carlos Fuentes, desvaneciéndose tras su dura tapa. Ya reordenando los libros, buscando de manera necia su orden original (que nunca es el mismo), aparece de la nada, a través de un libro que ya no recuerdo, una pequeña chinita, la última criatura, que había quedado atrapada entre ese gran bloque de títulos, sirviéndole de muralla. Después de todo, los insectos también tenían algo que decir, en ese trajín innecesario. O tal vez su falta de lenguaje se haya traducido solo en una relación material con los libros y en el desconocimiento de esa otra dimensión, ajena a su criterio, esa dimensión simbólica que aparecía solo como una sugestión engullida, demasiado intangible.

América, el retrete dorado



Un retrete de oro fue lo que le ofrecieron hoy a Donald Trump, de parte del museo Guggenheim de Nueva York, en lugar de la obra Landscape With Snow de Van Gogh, que había solicitado en un principio. La cuestión de este bizarro evento es ¿por qué un retrete de oro? ¿a quién se le habrá ocurrido semejante y genial duchampería? La curadora del museo le habría sugerido al presidente una reciente obra satírica del italiano Maurizio Cattelan, una obra llamada “América”, consistente en un sólido retrete de 18 quilates de oro puro. Lo divertido del asunto es que, según Cattelan, la obra puede ser utilizada por el público como un retrete normal, disponiendo de su dorada indumentaria para acoger las necesidades fisiológicas de la gente que lo requiriera en el preciso momento de la admiración y contemplación estética. Acción y observación, la obra ofrece dinamismo en su propio recipiente material. Su significado cobraría relevancia en la medida que sus lectores o usuarios la utilizaran para el fin práctico por la que fue concebida. El acabado aurífero sería el sello que imprimiría la crítica indirecta, en correlación al título de América. El retrete dorado sería a fin de cuentas el símbolo del propio imperio norteamericano, su condición e idiosincrasia. Pero acá el acto de ir a cagar o a mear estaría siendo estetizado en virtud de la cualidad interactiva de la obra. Aquel que cague o mee en “América” estaría a su vez participando con su propia implicación escatológica, contribuyendo además a la construcción de su sentido total. 

El reluciente inodoro de oro, según cuentan las fuentes, tiene que recibir todavía confirmación de la Casa Blanca para su correcta instalación en el Despacho Oval. Su coste, de acuerdo a la curadoría del museo, ascendería el millón de dólares. Cattelan, al tratar de explicar su obra, señalaba que al final todo el mundo acaba haciendo sus necesidades en el mismo sitio, da lo mismo si se come un perro caliente o un plato de 200 dólares en un restaurante de lujo. Todos van directamente al urinario más cercano estuviese este bañado en oro o en loza. Cattelan aspira, subrepticiamente, a una democracia simbólica universal del acto de cagar y de mear, en contraposición a la superficialidad material de su continente. Frente a la polémica obra, sin embargo, ¿habrá Cattelan citado correctamente a Duchamp en su ánimo de naturalizar una obra de por suyo escandalosa? ¿Dónde está el límite entre la participación artística y la estricta necesidad corporal? ¿Es la idea de la obra precisamente difuminar ese límite entre heces y desechos? ¿Ayudaría el oro a dotar de una sarcástica riqueza a un acto de por si orgánico, indecoroso, pero tan íntimo y colectivo? Según esta concepción no habría nada más democrático que el elemental acto de cagar y de mear. Todos los desechos, provengan estos del burgués o del puro pueblo, serían evacuados por donde mismo e irían a parar a donde mismo. “América”, su concepto, finalmente, se levanta como la utopía y a la vez como la metáfora definitiva que hace posible tan noble discurrir. Qué mejor forma de hacerle justicia que tirando la cadena.

viernes, 26 de enero de 2018

Y la gran anti pregunta de la noche es: ¿qué será de los cuadernos robados de Parra?

jueves, 25 de enero de 2018

Joy Division

Día legendario para el post punk. Hace exactos cuarenta años, el 25 de enero de 1978, en el icónico local Pips de la ciudad de Manchester, una banda de rock llamada Warsaw anunciaba que para el show de esa noche cambiarían su nombre definitivo a Joy division, nombre que Ian Curtis tomó de los burdeles que los nazis mantenían en los campos de concentración, sometiendo a sus prisioneras a la esclavitud sexual. La referencia la había tomado Ian de la novela The House of Dolls de Ka-Tzetnik, la cual el mismo año del debut de Joy division se encumbró al éxito vendiendo millones de copias.

Grumpy Cat

Día histórico para los memes de internet: Tardar Sauce o Grumpy cat, conocido como el Gato Gruñón acaba de ganar una demanda en la justicia yanqui por explotación ilegal de su imagen. Su dueña, Tabatha Bundensen, recibirá la módica suma de 710 mil dólares de parte de una compañía de café por incumplimiento de un contrato. El contrato entre Tabatha y la compañía Grenade Beverage exigía disponer de la imagen del gato gruñón solo para el café helado bautizado como "Grumpuccino", pero la compañía la usó además para promocionar otra clase de productos. El abogado de Tabatha repetía, al conocer el fallo: "Es la primera vez que un "meme" de internet consigue una victoria". Esta noticia, aunque represente una auténtica pérdida de tiempo, una oda a la superficialidad del mercado para las mentes pensantes de las redes sociales, llena sin ningún problema los titulares del Wall Street Journal y la revista New York. La imagen del gato gruñón, que incluso ha sido usada para parodiar el semblante de Schopenhauer, se ha vuelto un fenómeno mundial, ha aparecido en una función musical de Broadway y hasta tiene una figura de cera en un museo de Washington. Lo que ha ganado no ha sido solo un meme de internet, sino que ha ganado la cultura del simulacro de la imagen, dejando al público desconocido, anónimo, ajeno a la faramalla mediática, irónicamente con el mismo rostro destemplado del gato gruñón que sigue generando millones y millones.
Hay en el gesto de reconocimiento del otro, por particular o interesado que parezca, un algo que puede dejar una huella, una vibración. Pasó hoy con una artista del medio local que entró a comprar al almacén de la esquina. No la había reconocido en un principio hasta que en una sincronía misteriosa di con ella. La misma a la cual había visto tocar un par de veces con su banda en algún local de valpo. La misma que escribió el libro dramático que compré en el stand de libros independientes de la feria de viña. Le hice saber que seguía de cerca su trabajo. Entonces, con suma confianza, se explayó sobre la música alternativa, sobre el mundo de la actuación, sobre lo peludo y a veces estoico que resulta salir adelante en un medio hostil. Pero recordó de inmediato las palabras de su otrora maestro Juan Radrigán, quien siempre tenía razones para hacerle creer que sí se puede. Así cobró una nueva faz. El ánimo que se escondía en ella de repente se revelaba. El entusiasmo había hecho lo suyo en nuestra persona. A raíz del espíritu de Radrigán, seguí explicándole que la idea era apoyar el arte under a como de lugar, de la manera que fuese, aunque los vinagres de siempre persistan en su abulia, con el pulso y la garra requerida para conformar una voz, una voluntad pura desde las sombras. Esa era la parada que valía la pena. Porfiar, a veces atinar, a veces fracasar, fracasar mucho, demasiado, pero porfiar, porfiar hasta dar con eso que permita pasar al siguiente nivel, hacia lo que llamaba Baudelaire, el éxtasis de lo desconocido. Terminando de hablar, quedábamos en que ella me haría el autógrafo de su libro y de su disco. Un abrazo de reconocimiento mutuo sellaba la milagrosa coincidencia. Una palabra y un aliento para volver a respirar el sueño de la realización.

miércoles, 24 de enero de 2018

"Black coffee's a lot like whiskey, you know? All devil and no trimmin's. Always liked my sins pure and take it as it comes". Jack Ketchum, escritor de terror, muerto hoy, de quien el propio Stephen King afirmó alguna vez que era "el sujeto más aterrador de América".
Un 23 de Enero de 1978, exactamente hace 40 años atrás, el líder, vocalista y guitarrista principal de Chicago, Terry Kath, había sido el protagonista de un entrañable caso de suicidio involuntario. Luego de una fiesta en la casa de su amigo Don Johnson, se puso a revisar y a limpiar una pistola semi automática estando borracho a morir. Para asegurarse que no estuviera cargada disparó al cielo. Eso hizo que abriera el dispositivo que mantenía la recámara sellada. Al no fijarse en ese detalle, volvió a probar la pistola esta vez contra su sien, descargando la bala inserta en la recámara y provocando el estallido. Sus últimas palabras habían sido, "no te preocupes, no está cargada". Las palabras las había alcanzado a escuchar su amigo antes del cagazo fatal. De quien el propio Jimi Hendrix dijo que era "el mejor guitarrista del universo", también se puede decir, con toda justicia, que sufrió "la muerte más absurda en la historia del rock". Así como te puedes volver leyenda por tu talento y virtuosismo, también te puedes volver leyenda, en la misma medida, por tu grado de absurdo. Lección para la música. Lección para la vida.

martes, 23 de enero de 2018

“El que sea valiente que siga a Parra. Sólo los jóvenes son valientes, sólo los jóvenes tienen el espíritu puro entre los puros. Pero Parra no escribe una poesía juvenil. Parra no escribe sobre la pureza. Sobre el dolor y la soledad sí que escribe; sobre los desafíos inútiles y necesarios; sobre las palabras condenadas a disgregarse así como también la tribu está condenada a disgregarse. Parra escribe como si al día siguiente fuera a ser electrocutado. El poeta mexicano Mario Santiago, hasta donde sé, fue el único que hizo una lectura lúcida de su obra. Los demás sólo hemos visto un meteorito oscuro".
Roberto Bolaño, "Ocho segundos de Nicanor Parra".



lunes, 22 de enero de 2018

El nombre

Entre siestas también se elucubran cosas locas. La de ayer en la tarde tenía que ver con el nombre. Resulta que conversábamos con mi madre y mi hermana sobre ciertos nombres extraños que se ponía la gente. De ahí surgió el problema sobre la elección del nombre y su arbitrariedad rozando el absurdo y el ridículo. (Ponía el caso de un tal “Shakespeare Mozart Armstrong” en honor al dramaturgo, al músico y al astronauta, siendo que esos eran sus apellidos). Cómo era posible que no hubiese filtro y que cualquiera pudiese ponerse el nombre que quisiese, sin perjuicio alguno, pero sin contar con las consecuencias de ese nombre para la vida. En efecto, el nombre civil queda a criterio total de su futuro propietario, y puede de hecho cambiárselo cuando este quiera. Sería un mito el trámite burocrático en torno al hecho del cambio nominal. Hay, sin embargo, cuestiones a considerar: El nombre inicial de cada quien está determinado por la elección de sus padres. De esa forma, ese primer nombre puede prevalecer o bien ser modificado solo una vez cumplida cierta edad o una vez alcanzado cierto discernimiento. Así ese nombre primero quedaría marcado a fuego en el itinerario de quien lo padece. Sería esa su marca simbólica de nacimiento aunque le pese. Aunque se la quitara no cambiaría nada el hecho irrevocable de su maldición. Ponía mi madre el ejemplo práctico de una joven de nombre Guadalupe. Su nombre era exactamente el mismo que su apellido, de modo que resultaba un impasse para cuestiones legales puesto que le preguntaban siempre sobre ese alcance de identidad, dificultando la eficiencia de los trámites que ella llevaría a cabo. Entonces no halló mejor idea que cambiarse ese molesto nombre y ponerse el mismo de su abuelita para acabar con el problema de la homonimia. A pesar de todo, la joven seguiría siendo conocida como la “Lupe” para sus más cercanos. Ese primer nombre sería su rostro, su seña para los otros y el mundo, aunque figure un nombre nuevo en su carnet. En resumidas cuentas: el nombre primero como una marca profunda, algo casi consustancial, pese a su evidente convencionalismo. El segundo nombre emerge siempre en relación a él, como respuesta, reacción o repulsa pero no puede acabar con él ni su influencia porque el primero ya figura enraizado en la carne y en la circunstancia existencial de su sujeto. Finalmente, el dilema nominal: ¿El sujeto tiene un nombre del cual valerse o avergonzarse? ¿O el nombre, su semántica, tiene un sujeto al cual nominar o imprimir un significado ulterior, una ilusión identitaria?

De la grieta de aquel dilema se dejaba ver el sueño de la siesta. Soñaba que mi primer nombre, recargado en demasía de intertexto literario y de simbolismo cristiano, encarnaba de pronto, en algún escenario indescriptible, su doble oscuro. Así como Gabriel significaba ángel mensajero, aludiendo además a García Márquez, y Salvador decía relación con Allende o con la cualidad al uso de aquel ángel, también ese nombre tenía su contraparte negativa. El punto era que esa contraparte cobraba vida, adoptando un cuerpo, un sujeto real, hasta lograr independizarse de su referente original. Como era de suponer, esa contraparte hacía de las suyas a mis espaldas y me suplantaba. No se trataba precisamente del alter ego sino que de otro individuo con características idénticas usando el nombre propio. Llamé a ese individuo, a ese ente siniestro, con el apelativo de El Nombre. Recuerdo que ciertas escenas de la imaginería eran calcadas a lo que ocurría en Possession de Andrej Zulawski. Ahí un joven Sam Neill veía que su doppelganger cobraba vida y se quedaba con su esposa. Lo interesante era que ese doppelganger era una creatura surgida del odio orgánico entre ellos dos, una manifestación del estado enfermo en que se encontraban. A raíz de esa asociación veía, entre brumas, destellos de imágenes, que ese otro yo hacía lo mismo que aquel de Possession. Llamaba a su pareja hasta que mediante algún ardid la volvía a hacer suya. Me veía como simple espectador o tercero impotente, hasta que la pareja reconoce en ambos el mismo rostro y una intervención ambigua sin descifrar. De tal forma, ella cogía un arma y confundida no sabía si disparar a uno o a otro. El nombre dentro de la ensoñación cambiaba tanto que se volvía luego una pura firma ilegible. Alguien, que a lo mejor era la propia chica del arma, trataba de explicar esa firma a un agente en el registro civil. El asunto acababa cuando nos encontrábamos de vuelta, en una habitación desconocida, bajo las sábanas, envueltos, y ella se me acercaba lentamente para susurrarme al oído: say my name. Tras la sombra, seguía conspirando nuevamente El Nombre. Cuando despertaba dentro del propio sueño, ella ya había ido a verlo para cumplir su deseo pervertido, o tal vez todo era tan solo el terror de la soledad y la incomprensión vuelto una expresión grotesca. Nuevamente: ¿Tenemos un nombre que nos pertenece? ¿O somos la mera referencia de un nombre que nos condena y nos fulmina con su mitología? No cabía ya nombre en esa, su zona muda. Todo lo que podíamos decirnos había perdido su significante, y el hecho de llamarnos como solíamos hacerlo ya no hacía ninguna diferencia, solo delineaba a lo largo y ancho de aquella oscuridad onírica una larga e inconmensurable franja de anonimato.
Es raro pero siempre que necesito pensar en algo dejo la radio prendida para tal efecto, y la estación que coincide con el ejercicio oscila entre la Infinita y la Duna. En el silencio o en el ruido cotidiano las ideas o nacen abortadas o derechamente no fluyen. La música incidental colma cierto vacío psicológico, sirve de mantra o bien sugestiona a pensar en algo como efecto rebote o inspiración, aun cuando el sonido se tienda a perder y se confunda la interferencia de la señal con la del propio pensamiento. Al final buscamos ideas como quien busca entre las emisoras el estribillo de alguna canción, algún sencillo o melodía perdida en el ruido blanco del olvido. Estar en sintonía significa aquí estar aún despierto, estar "oreja".

sábado, 20 de enero de 2018

Desde lo dialéctico, pasando por lo pandemónico, lo ominoso, lo fantástico, lo sublime, lo grotesco hasta volver a lo dialéctico, el ejercicio mismo de la crítica y del pensamiento es recursivo. Solo se entiende en ese circunloquio indeterminado, en esos puntos de encuentro y también en esos puntos de fuga.

jueves, 18 de enero de 2018

Le pregunté al vendedor de la disquera Memorie de la galería suiza en Viña, si acaso estaba el No need to argue de los Cranberries. Me vio con cara de "otro más". Replicó que en estos últimos días le habían pedido en caravana discos de Cranberries, solo que no precisamente ese. El que tiene el single Zombie. Un cliente al lado del mostrador también lo quería. Ante la duda y la vacilación de ambos, regodeándose en torno a la posibilidad de comprar o dejar pasar esos discos, el vendedor mencionó que había que llevárselos pronto, puesto que mañana quizá ya no estén. Y lo más probable es que, de acuerdo a la ley de la oferta demanda musical, así efectivamente suceda: que por no llevarse un disco que estaba botado y listo para ser comprado, al otro día ese mismo disco ya haya sido adquirido por otro comprador más entusiasta. El cliente de al lado lo pensó un poco, se dio otro vistazo por la vitrina para sacar la vuelta, y se dirigió al vendedor con una salida media filosófica, argumentando que, al igual como los discos que no se compran en el momento y luego desaparecen sin previo aviso, así también nosotros "nos vamos" sin saber el cuándo ni el porqué. El vendedor se rió tratando de seguirle la onda, medio serio, estupefacto ante la inesperada reflexión, y tal vez -a juzgar por su gesto nervioso- deseando que el bendito cliente se digne alguna vez a comprar el disco que tanto merodea sin efecto. Por mi parte insistía en un vitrineo sin sentido, subrepticio, casi vigilante. Mientras eso ocurría, el cliente aquel se despedía rápido y se iba sin haber comprado disco alguno. Tranzaba eso sí un par de palabras con el loco antes de haberse ido, puesto que al parecer lo conocía de antes. Cuando ya no estaba el compadre, fui con toda resolución a por el disco. Sin embargo, no contaba con que ya se había acabado el efectivo. Le pregunté al vendedor si acaso era posible dejarlo encargado para mañana. Recordando los dichos de aquel comprador frustrado, y su actitud chamullera, miró con el ceño medio fruncido. Hasta que finalmente, contra toda expectativa, cedió. Dejaba el disco encargado, con la condición de que pagase una mínima parte y de que lo retirase pronto "antes de que fuese demasiado tarde". Ante eso, no quedó otra que comentar una anécdota al voleo: el hecho paradójico de que tras la muerte de un artista este venda más que nunca. Un mercado post mortem. "Por eso, mañana venga luego, ya que si no lo hace, puede que el disco ya no esté, o puede que tampoco ninguno de nosotros viva para contarlo". El vendedor tras eso cerró el mostrador y cambió el letrero de la puerta en señal indirecta de despedida.
Apunte al vuelo: En el documental que dieron hoy en El internado, "Araucaria Araucana" de Rémi Rappe y Santiago Serrano, la voz en off de la narración personificaba una especie de "conciencia" del árbol de la Araucaria, llamado originariamente Pehuén. La pregunta inmediata era si acaso esa voz le pertenecía al bosque o a un árbol en particular que hablara por todos los otros. Hiperónimo o metonimia. El realizador respondió que se trataba nada menos que de la "voz de la Araucaria". Señaló además que la idea no la inventaron ellos, sino que la tomaron y la adaptaron de un libro de Daniele Ball Simon, "Pehuen, l'arbre d'un peuple", traducido como Pehuén, el árbol de un pueblo. La voz del árbol del Pehuén sería también, según esta creencia, la voz de la gente que vive al alero del árbol. Y el silencio milenario de aquel árbol sería, consecuentemente, el silencio cómplice de la propia gente.

miércoles, 17 de enero de 2018

Hubo una charla en el Aula Magna de la U de Valpo, sobre los efectos neuronales y psicológicos del LSD y el DMT, ofrecida por el investigador Christopher Timmermann. El compadre habló a grandes rasgos sobre la posibilidad de estudiar científicamente los mecanismos mentales bajo el influjo de aquellas dos sustancias en ambientes controlados. Para ello, Timmermann se refirió a dos experimentos con algunos voluntarios usando magnetoencefalograma y electroencefalograma para investigar su actividad cerebral estando bajo un estado psicodélico. Según el expositor, la posibilidad real de estudiar estos fenómenos sería un paso más en el conocimiento acabado de la conciencia, influido por la búsqueda psicotrópica que data de culturales ancestrales. Nada menos que Francisco Varela apareció mencionado por Timmermann, en un momento de la charla, como un importante referente de lo que sería la "neurofenomenología", la cual tendría relación directa con las sustancias psicodélicas como agentes activos en el estudio de la plasticidad de la mente y en la apertura de la experiencia ligada a la disolución del yo y a la reintegración del organismo vivo con el todo. Cada uno de estos temas se tocaron con sumo entusiasmo en el Aula Magna que, contra todo pronóstico, en pleno jolgorio católico, presentaba hoy un lleno absoluto. Aunque no lo parezca, y aunque a ratos solo le incumba a cierto grupo de iniciados, la ciencia, mejor dicho, el conocimiento científico, aún guarda sus luces y su estrellato.

martes, 16 de enero de 2018

Anécdotas papales: Durante los años 30, el Papa Pío XI adquirió un Mercedes-Benz modelo Nürburg 460 serie W08, del cual dijo que era "una obra maestra de la ingeniería moderna". Años más tarde, aparecería recién el concepto del Papamóvil, cortesía de la línea Ford, y el primer Papa en "bautizar" este vehículo sería el Papa Juan Pablo II. Cuando sufrió el atentado del turco Alí Agca, el Papa iba a bordo de un FIAT Campagnola en la Plaza San Pedro. Fue desde ese momento que todos los papamoviles en adelante serían blindados. El imperio automotriz, siempre a la vanguardia, sería el llamado a encargarse de los contratiempos de la fe.
Soñé que dentro de lo que era el Trafón de Avenida Francia se estrenaba una obra de teatro llamada Duelo. Lo raro es que nunca ocurría, o tal vez nunca alcanzaba a divisarla para su estreno. A su vez, en esa especie de trance oscuro, se iban sucediendo imágenes, imágenes que eran un poco una alegoría de su invisibilidad, o una justificación de su inexistencia. Una tenía que ver con un compadre de un grupo llamado La Purga. Era un loco poeta y performista que conocía hace tiempo. Estaba con él en las afueras de alguna plaza desconocida. Bebíamos como diablos, hasta que en una el loco sacó un papelillo, uno que luego se hacía grande y se confundía con una hoja, y luego con un suplemento. Su contenido también era ilegible. Solo él lo alcanzaba a leer. Hasta que terminaba, lo enrollaba y luego lo fumaba. Una luz súbita amenazaba en una esquina de la plaza. El sentimiento de paranoia nos invadía, difuminando de paso la escena completa. Después la imagen acontecía en una sala de clases vacía. Una sala universitaria. Estaba la misma silueta de aquel compadre de La Purga, solo que cabizbajo escribiendo en un cuaderno unos garabatos incorregibles. A medida que iba escribiendo se abría una entrada al fondo del pizarrón. Con solo mirar allí la sensación era la de una zambullida en un agujero negro. Una entrada intradimensional, o quizá solo una manifestación paranormal producto de alguna maquinación. El interior del pizarrón tenía un contorno y una inspiración lovecraftiana, porque a través de ella solo se podía percibir un miedo primigenio. Ya mirando en ese abismo, la cuestión se transportaba y sucedía luego en una casa. Estaba decorada de tal forma que todo parecía un velorio. Se veían globos negros que daban la impresión de algún luto o de algún aniversario paradójico. Cruelmente paradójico. Corrían para todos lados unos niños inquietos. Bajaban de manera parsimoniosa unos invitados a los cuales no se les distinguía la faz. Salían a su vez a un pasillo para ir hacia el antejardín de la casa. Allí mismo se reunían todos en una pura masa, sin dejar ver a quien rodeaban. Entre medio del gentío, al rato después, se podía ver a una chica extraña, sentada en una silla, que identificaba en ese transcurso con una ex compañera del colegio que había sufrido una serie de crisis depresivas. A pesar de su evidente tristeza, aún conservaba la belleza de aquellos años. Cuando ella comenzaba a levantarse de la silla, un silencio profundo de repente lo invadía todo. Hasta que mira de súbito al cielo, y se escucha de fondo un estribillo de The Cranberries. La voz no era la de Dolores, sino que la de una mujer. Todos miran hacia el interior de la casa. A un costado de la entrada estaba la mujer intérprete, de riguroso negro y a su lado, el compadre del grupo La Purga, tocando la guitarra. Cuando el tema de los Cranberries llegaba a su clímax, el cielo se veía nublado, de estricto color gris. Nadie aplaudía. Todos sin embargo seguían a la chica extraña en sus ademanes. En ese momento, la obra ya estaba a punto de acabar. Al igual que el sueño. Una vez despierto, lo único que conseguía asociar fueron algunas líneas de Dolores O Riordan. Las líneas iniciales de su tema Dreams. La cortina de la ventana de la pieza, ensombrecida con el cielo opaco, asemejaba la caída del telón de fondo.

lunes, 15 de enero de 2018

domingo, 14 de enero de 2018

Tuve la ocurrencia de pasar frente a la bodega Bacigalupo de Pedro Montt, cerrada hace tiempo debido a la competencia. Pasaba por ahí y ahora su interior contenía otro de aquellos mini casinos que abundan cada vez que se viene abajo un sitio clásico. Sus visitantes embotados con las máquinas tragamonedas, gastando la plata que no ganan en una suerte que no tienen. Verdaderos antros de ludopatía. La imagen al paso fue escalofriante.

sábado, 13 de enero de 2018

Dante 2018

Un catedrático argentino radicado en yanquilandia, Pablo Maurette, fanático de La divina comedia de Dante, tuvo la idea de ir subiendo por twitter los cien cantos de la obra, uno por día, para que lo leyese su comunidad y se generase un verdadero círculo virtual en torno al libro. A pesar de lo arriesgada de la idea, tuvo éxito dentro de su círculo y la cuestión va creciendo hasta ser transformada en un hashtag: #Dante2018. Maurette señalaba que este "viaje por el infierno de la red" serviría como un llamado a redescubrir otros mundos a través de la lectura online, en un medio que suele ser no propicio para ello. Contra toda expectativa, la campaña Dante 2018 ha ido sumando adeptos y potenciales lectores de todas las latitudes. Las menciones al etiquetado incluso se han extendido, y lo han hecho hacia la obra de Borges y Bioy Casares. Para rematar el fenómeno, una cuenta virtual de nombre Dante_2018 concluyó que: "los Twitteros que se quejaban de la vida cotidiana ahora encontraron el ‘hashtag’ perfecto para también quejarse del cielo y del infierno”. ¿Qué lugar ocuparía la internet en todo esto? ¿El domo (virtual) que reúne tanto el infierno como el purgatorio y el paraíso? ¿La metáfora cibernética de la búsqueda iniciática? o ¿La conexión que hace posible el encuentro con los otros y con el otro mundo, aunque esa conexión sea invisible, limitada?. Fascinante definición de la red social como el viaje dantesco, de parte de Maurette, solo que sin garantía de salida o de iluminación alguna. Una vez que se entra, no hay ahí un Virgilio de vuelta, tal vez solo la obstinada persistencia del usuario conectado a su matriz .

viernes, 12 de enero de 2018

A pocos días de la venida del Papa a Chile, medios afirman que más de un cincuenta por ciento de la población (cifra estimativa) rechaza su llegada y además rechaza el hecho de que esta sea financiada por el Estado. En este contexto general de animadversión, se informaba sobre ataques en diferentes parroquias de Santiago, realizadas por algunos desconocidos disidentes. Algunas de las consignas encontradas luego de los ataques fueron las siguientes: "Las próximas bombas serán en tu sotana", "La plata del fisco, se la lleva Francisco, y otra asociada a la causa mapuche, "Démosle juntos al poder cuando llegue el Papa". Al leer las consignas fue inevitable no pensar en dos anécdotas relacionadas con lo anti eclesiástico. La primera, clásica, sobre la frase "la única iglesia que ilumina es la que arde", que la habría dicho el anarquista ruso Kropotkin, y habría sido citada en ocasiones por otro anarquista, Buenaventura Durruti. El acto de atacar iglesias sería un acto contra su institucionalidad. La segunda anécdota, más contemporánea, tiene que ver con las prácticas de algunos black metaleros de Noruega, entre ellos, sin duda, el más icónico: Varg Vikernes, quien habría sido acusado por atentar contra algunas iglesias nórdicas. Los ataques no habrían sido aleatorios, sino que habrían formado parte de uno de los proyectos de la llamada Inner Circle, una organización derechamente anti cristiana que estaba conformada por algunas personalidades del movimiento del Black Metal en Noruega, las cuales pretendían de verdad erradicar el cristianismo de su tierra y volver a las raíces paganas. Aquí, el acto de atacar iglesias sería ante todo un acto no solo contra el poder de su institución sino que contra su constructo metafísico, contra la religión misma. Es preciso distinguir entre aquellos dos actos de repulsa, con el mismo blanco pero con distinto propósito. El rechazo casi unánime y los incidentes aparentemente aislados en Chile -con sus diversas causas, socialistas, mapuches, anti sistema, etc- solo son síntomas de algo mayor, tal vez síntomas evidentes de la decadencia ideológica de la Iglesia y todo lo que ella representa. Crónica de una muerte anunciada. Escombros de una cosmovisión que aún sostiene su estructura pero ya no aguanta la fatiga de material y observa cómo sus relieves van cediendo y cayéndose a pedazos.

jueves, 11 de enero de 2018

Pastel

Inquietud sobre el término pastel, ocupado por algunas mujeres para designar a cierta clase de hombres que no cumplen con las expectativas de pareja sentimental. Para ellas, el significado puede variar, y clasificarse hasta en varios subtipos de pastel, pero casi todas acaban concordando en lo mismo: en un sujeto que siendo de una u otra forma no fue capaz de actuar de acuerdo a lo que se espera de él. Me llama la impresión cómo un término propio de la repostería pasó a constituirse en un término despectivo. Cuál habrá sido el origen de su sentido actual, el por qué resulta exclusivo de las mujeres para referirse a los hombres, el por qué del pastel y no en cambio de la “pastela”. No he encontrado ningún estudio dialectológico serio al respecto, sí casos de su uso concreto, que abundan en cuestiones referentes al tema del corazón. En un artículo de una auto nombrada coach del amor, Cristina Vásconez, por ejemplo, se hace uso de la denominación del pastel para referirse a los individuos que derechamente la “cagan” con sus parejas, entonces ellas se sienten con todo el derecho de llamarlos así. Pero vemos luego que el calificativo se desmarca de su referente masculino, de su sustantivación y adjetivación respectiva, para pasar a ser una palabra genérica, que indistintamente del sexo refiere a aquello que se realiza con “ignorancia, desidia o desconexión”. De ese modo, en el artículo de la coach, la mujer en cuestión, la mujer ejemplificada como víctima, toma conciencia de su circunstancia, reflexiona al respecto, y asume que tal vez ella, no pudiendo distinguir entre el pastelismo de sus pretendientes, sea en verdad la que cae en el juego, inocente o deliberadamente, y se pregunta “¿seré yo acaso una pastel?”. Llega a un punto en que el término pierde su uso vigente y se problematiza. Adquiere un trasfondo metalinguístico. Difumina su matiz ideológico, y acaba volviéndose una palabra que subraya ante todo el carácter errático de la personalidad, y por qué no, de la propia existencia. Pastelear sería decisivamente obrar mal en asuntos sentimentales, romper de forma negativa con el esquema del otro. No obstante, el origen del término pastel para graficar al hombre, el más a la mano, el más de moda, sigue siendo impreciso. A costa de su uso, ellas tienen en su poder un significante que les permite representar, al menos de forma metafórica, un significado a ratos incomprensible, a ratos inabordable. Y resulta una clara evidencia de que bajo la dulce denotación de la palabra puede plantearse una connotación del todo amarga, una realidad de la que ni la propia contraparte se salva, la realidad de la diferencia bajo el velo del deseo.
Estamos de acuerdo con una amiga por interno que resulta inconcebible que una feria del libro no cuente con baño público. Aparte de las necesidades literarias, también corresponden las necesidades sanitarias. La necesidad del número uno y del número dos, tan transversal a la cultura como lo suele ser el propio hecho de agarrar un libro y salir corriendo al excusado más cercano. Ayer de hecho ese fue uno de los factores de nuestro desencuentro en el lugar. A falta de un baño ella tuvo que marcharse e irse a un café cercano, maniobra que yo mismo repetí minutos después, al preguntarle a un amigo que estaba ahí firmando libros si ella ya se había ido o aún andaba pululando entre los puestos. En el sitio original de acceso al baño del Liceo Bicentenario, que recuerdo estaba al fondo a la izquierda (posición contraria al dicho habitual), había en cambio una zona restringida únicamente al personal de la feria con credencial incluida, y a su lado, lo que solía ser en su tiempo el sitio reservado a las editoriales independientes. ¡Justo al lado del lugar que otrora correspondía al bendito baño de la feria!

miércoles, 10 de enero de 2018

Ya se ha hecho costumbre ir a puro vitrinear a la feria del libro y no derechamente a comprar. Es la tónica del lector marketing. Va y pasea por los puestos como quien va y cotiza el último artículo de moda, o como a quien le basta con hojear y admirar la portada del ejemplar en mano. Es la libertad del consumidor, del "business reader", o debería decirse, lector. Uno mismo no se ve ajeno a esa dinámica un tanto incómoda para los libreros, que miran de reojo ese actuar agazapado de indecisión o simplemente de tacañería. Hubo hoy, sin embargo, una excepción honrosa. En una novela de un puesto de narrativa local, se dejó leer un epígrafe al voleo: "Aunque suene cruel, debo decirlo: tampoco eres lo que lees". El epígrafe pertenecía al libro "La sombra del rizoma" de Luis Allende. Compra inmediata, con la venia del propio escritor en el stand. La lectura al paso tiene también sus momentos, sus coincidencias oportunas.

A ghost story



Nada es lo suficientemente real para un fantasma, decía Lihn. Martínez a su vez afirmaba que el universo es el esfuerzo de un fantasma para convertirse en realidad. Ambas frases poéticas, que podrán sonar en un principio contradictorias, resulta que evocan el dilema clásico entre lo que está presente y lo que está ausente, y el vacío existencial que se deriva de ese dilema. A ghost story de David Lowery sería la película que encarna con sentimentalismo y recogimiento ese vacío. Se trata nada menos que del fantasma clásico, envuelto en una sábana, pero lejos del terror, del horror manifiesto en la mirada del otro, se representa en el alma en pena de quien aún no pasa al otro lado y no abandona el plano material por estar aún aferrado a algo que amó o a algo que siente que debe o que quedó inconcluso en vida. 

En A ghost story el fantasma es el protagonista de su propia trama más allá de la muerte, la trama sobre una vida que ya no habita, y que solo contempla con nostalgia e impotencia. De esa forma permanece en el lugar donde mora aún su novia, siendo testigo del tiempo que pasa a través de ella pero no a través suyo, estando pero no estando, vagando su alma en otro plano parecido a la nada, desde el cual solo puede observar y reincidir tímidamente, sin ser jamás sentido. El tiempo es el que corre implacable, todo a su alrededor sufre su embate, menos él. A pesar de la parquedad del fantasma, uno logra dimensionar su soledad y su angustia. No hay mayor soledad de la que aquello que es eterno, pareciese susurrarnos a escondidas la película. 

Uno de los tantos habitantes de la otrora casa del fantasma se saca un monólogo que rima peligrosamente con la premisa de la fugacidad de la vida misma. En él explica que incluso hasta la Novena Sinfonía de Beethoven acabará siendo olvidada en un futuro remoto donde ya no vaya quedando rastro de la cultura humana, y todo cuanto pretenda sobrevivir en forma de recuerdo o de legado para la posteridad sufrirá un destino similar, palabras nihilistas que de inmediato me remitían a las dichas por Bolaño respecto a la supuesta inmortalidad del Quijote y de Shakespeare. Pero, dicho sea de paso, esa visión en la película no manifiesta un ánimo tremendista sino que uno profundamente ensimismado. Aquí en el fantasma todo, tiempo, vida, muerte, implosiona. Sufre su propio ciclo de eclosión. El fantasma ya no distingue entre pasado, presente, futuro, simplemente está ausente de cuanto le rodea pero presente en su propia nulidad, en su falta de mundo, en su memoria sin cuerpo. Solo estará tranquilo cuando consiga aplacar aquello que lo tiene aún atado a ese mundo sin materialidad y solo con la energía de su duelo o de su deuda.

Es de ese modo, luego de un vagabundeo paranormal en el cual el fantasma experimenta el desastre mismo de la casa derruida, del edificio moderno instalado sobre ese desastre, y del pasado de sangre sobre el cual se instalaría la propia casa, que se asiste posteriormente al momento de la revelación en el que se confronta consigo mismo en vida y a su pareja, y en el que busca leer el secreto escrito y escondido que le ayudaría a cumplir su ciclo espectral. Solo una vez que ese secreto se revela, el fantasma desaparece. En realidad nunca fue. El fantasma era tan solo la manifestación de algo inconcluso en vida, su esfuerzo invisible, sin presencia, solo bajo una trascendencia etérea. En este caso, tendríamos que los dichos de Juan Luis Martínez cobrarían sentido. Pero, si mirásemos bien, comprenderíamos que en verdad la película remata mejor y guarda mucha más relación con la lucidez de Lihn. Nada era lo suficientemente real para el fantasma del músico, ni el amor que se esfumaba frente a sus ojos, ni el mundo a su alrededor que era devorado por el tiempo, ni siquiera el fantasma de la otra casa, que él creía su propio reflejo, sino que lo único real era esa desaparición, el hecho de que la existencia es tan frágil como conmovedora, y que todo puede acabar como la puerta de la casa cerrándose infinitamente. En A ghost story no hay terror, solo una tristeza eterna, a la vez que una melancolía fantasmagórica. Nunca los fantasmas, luego de la película, fueron tan existencialistas. Lloremos con ellos aunque no los podamos ver ni sentir jamás.


martes, 9 de enero de 2018

La castidad derechista de Henry Boys vs el donjuanismo televisivo de Julio César Rodriguez. En el fondo, el impasse no ocurrió tanto por la diferencia de visiones respecto a la vida sexual, sino que por una invasión a la intimidad como falso argumento de fondo. El pendejo de la derecha se vio tocado, acorralado en lo personal, en un momento de la entrevista, y no tuvo otra que preguntarle al otro wn cómo le estaba yendo a él con su nueva pareja. Diálogo de sordos.
Un viejito a eso de las once y media iba trotando por todo el sector de Colón en la vereda de la Contraloría. Me lo topé de regreso a casa. Iba en sentido contrario. En todo caso, siempre lo había visto trotar durante el día por esos mismos lados. Seguramente estaba por terminar su rutina runner. O a lo mejor, por empezar su maratónico trote nocturno. Me imaginé de inmediato a Bruno Bernal, aquel corredor inmortal del puerto al que se le veía siempre recorrer el borde costero y la Avenida Alemania y que, además de correr, leía mucho. Su espíritu deportivo aún seguía pululando, en la mente y el corazón de ciertos transeúntes entusiastas. Era todo lo contrario a un recorrido incierto. Tenía una dirección y un propósito, siguiendo el derrotero de las pulsaciones cardiacas y la geometría de las calles. Se abría paso raudo entre aquellos que permanecían estáticos en el centro de la ciudad o entre aquellos que caminaban sin un plan, como su servidor, un flaneur improvisado, alimentado por la dejación vespertina, sin otra expectativa que el ajetreo azaroso de la noche y el registro de momentos dinámicos como el del trote aperrado de este sucesor de Bernal. Sin embargo, hacia dónde iría después, qué destino le esperaría en el trayecto de vuelta a la casa, no se podía saber. Lo importante era que trotara, rápido, sin tregua, acaso sin explicación, en un momento en que la mayoría afirma nadie debería trotar, y en el que casi todos esperan con ansias entregarse al sueño o a la bebida, para hacer del hedonismo la única y crucial carrera veraniega.

lunes, 8 de enero de 2018

Un libro de Zizek en un stand de la feria del libro de Viña. Se llamaba La permanencia en lo negativo. Di con él luego de una vuelta sin sentido a través de los puestos. Al hojearlo di con la siguiente frase: "¿Qué ocurriría si el último velo que oculta lo Real es la noción misma de que detrás del velo está el Horror?". Me detuve por un minuto en esa frase. Acto seguido, terminé de hojear el resto de las páginas en un acto de inercia. Cerré el libro y seguí de largo. Detrás del velo de la feria también se escondía una suerte de horror, pero un horror de otro orden, el horror de no poder leerlo todo, o de no poder leer lo suficiente.
Thom Yorke de Radiohead ha acusado a Lana del Rey de copiar el clásico Creep en su tema Get free. El plagio en el rock (y en el arte en general) ya resulta un lugar común. Lo más curioso de este caso es que los propios Radiohead admitieron en su tiempo que 'Creep' tenía mucho parecido con el tema 'The air that I breathe' de The Hollies, compuesta por Albert Hammond y Mike Hazlewood. Al final la banda había sido obligada a incluirlos como coautores en los créditos. Y todos salieron ganando. Las musas son temerarias. La cuestión está en cómo distinguir el límite entre una influencia, un homenaje o una apropiación descarada.
La reiteración del nombre de pila al final de ciertos textos publicados por amigos ¿será para remarcar la autoría? ¿para inventar un heterónimo idéntico al autor? ¿o para citarse a si mismo como fuente? Preguntas a la hora del desayuno.
Dando su vuelta nocturna por el plan, un día domingo, noto que hay en el vacío de Aníbal Pinto algo que lo sustrae de sí, de su algarabía habitual, una serenidad sospechosa, un tanto inquietante. Los que son de ahí lo saben. Se puede reflejar en la acera sin comercio, en un par de buses de carabineros estacionados de punto fijo y en una señora con un niñito esperando la micro bajo el foco malo, frente a un joven tirado en el suelo, derramando lo poco que le quedaba en la botella ante la mirada impávida de los que allí pasaban.

sábado, 6 de enero de 2018

Se cuenta que un día 2 de enero de 1948, el día que murió Vicente Huidobro, el poeta despedía el mundo con tres palabras para la pintora Henriette Petit, que lloraba en su lecho de muerte: 'Cara de poto'. En su epitafio, en cambio, versan las siguientes líneas: "Abrid la tumba, al fondo de esta tumba se ve el mar." Aún no se dimensiona la implicancia de esa diferencia de estilo para la poesía del futuro. La diferencia radical entre esas palabras coloquiales al momento de la muerte y esos versos solemnes para después de la muerte. O tal vez esa diferencia, al final de la vida, no es tal, y lo único que sobrevive es el lenguaje haciendo de las suyas, comunicando su propia condición arbitraria.

viernes, 5 de enero de 2018

La vieja confiable de los entrevistadores de trabajo: lo llamamos. La aspirina mental de los entrevistados de trabajo: quedaron de llamarme.
Salió anoche una conversa con un amigo sobre el incendio que arrasó con casi toda la bohemia de Bellavista. Él apuntaba al mal mantenimiento de las instalaciones y sistemas eléctricos, la inexistencia de cortafuegos y la nula intención de invertir en cuestiones básicas de seguridad, llenándose los bolsillos a costa de la exposición de los que allí trabajan. La conversa tomó luego otra deriva, sobre las posibilidades de muerte en medio de un incendio como el del otro día. Concluía que lo que mata más rápido es el monóxido de carbono concentrándose en espacios cerrados. La wea liquida derechamente el sistema respiratorio, y te conduce sutilmente al patio de los callados. En cambio, las llamas rostizarían a los individuos involucrados, pero lo harían de una manera más lenta y dolorosa. Una muerte terrible. El amigo asociaba ese tipo de muerte a lo ocurrido en el contexto del gran incendio de Valpo el 2014. Citaba el caso de abuelitos del pasaje Quillota que murieron envueltos en las llamas, imposibilitados de escapar. Algo parecido a lo que en aquella ocasión ocurrió cerca de mi antigua casa. Muchos habían muerto de esa forma, totalmente incomunicados. Sin ir más lejos, la propia casa del Cerro Merced, después del gran siniestro, quedó totalmente devastada, quedando en su lugar solo un terreno baldío y un par de palos quemados que sostenían la vieja estructura. El recuerdo cruento volvía a la vida, la memoria se hacía incandescente. Eso nos llevó inmediatamente, como en un ígneo agujero de gusano, hacia aquel fatídico 2008, el incendio de la casa del Cerro La Cruz, la primera gran tragedia personal. Lo que queda de esa vieja casa ahora es el puro esqueleto y la fachada. Allí fue donde, durante la madrugada, perdimos a dos familiares, en un fuego que hacía reacción en cadena, devorando prácticamente todas las inmediaciones. Le contaba al amigo que aquella vez había despertado de la nada, tal vez sin razón. El humo ya había llegado hasta el living. Mi madre y mi hermana ya se hallaban despiertas. Entonces, ante la emergencia y la inminencia del infierno, escapábamos teledirigidos hacia la calle. En una de esas elucubraciones, luego de haber visto una sobredosis de Dark, le decía que en volada los incendios estaban conectados en el tiempo y el espacio. Que de alguna u otra forma una fuerza intangible había querido que esa noche acabáramos consumidos por el fuego. La explicación sobrenatural siempre resultaba mucho más emocionante que el simple argumento lógico (todavía no probado) del cortocircuito o el choque de unos pajaritos sobre el tendido eléctrico. Por supuesto, eran rollos pasados a película que se nos ocurrían en ese instante, a causa de la emoción y la imaginación. El amigo, para seguir la onda, decía que la muerte tal vez quería completar un patrón, como en Destino final, pero algo, en el último momento, la habría burlado o distraído para siempre, o quizá, solo de manera provisoria, hasta nuevo aviso. En un tono medio solemne, medio bromista, declaraba que a lo mejor simplemente no era nuestra hora. Al rato, seguía extrañado con la naturaleza de la situación. Se preguntaba cómo había despertado aquella vez. Incluso se pasaba otro rollo, aduciendo, (esta vez de manera irónica), que era su presencia la que estaba cargada y habría dejado una estela en el lugar que luego desembocaría inevitablemente en el desastre. Después se preguntaba cómo era posible que no alcanzaran a avisarme aquella vez en medio del incendio, agregando, de paso, que era muy probable que quisieran dejarme botado, como diciendo “que este wn se despierte solo”. Por supuesto, un humor algo negro que solo nosotros entendíamos. Un acto deliberado de auto sabotaje. Una risa sardónica que seguía de inmediato a un gesto de conmoción. El trasfondo era la destrucción de toda una vida, sin mayores explicaciones, pero quizá por eso mismo, por ese tono trágico, el desastre superado, ya asimilado en la conciencia, cicatrizado en la llaga, no merecía, después de todo, más que una nerviosa maniobra de comedia ante la esencia misma de su oscuridad ignota.

Dark

Hay algo en la serie Dark que conecta más con Twin Peaks que con Stranger Things. Esta última parece un refrito pop (uno entretenido, en todo caso) en comparación con la primera, llena de una energía genuinamente oscura, una atmósfera de verdad irrespirable. Si hasta en la pieza se sentía un ambiente denso, como medio radiactivo, al momento de su visionado nocturno (producto en verdad del matamoscas echado en los bordes de la ventana). Dark va un paso más allá en la complejidad del misterio. Añade el terror atómico y su influencia en la vida circundante. La paranoia conspirativa suma además el experimento cuántico del viaje en el tiempo, y la manipulación de la realidad material a través de los agujeros de gusano. Todo aquello, entremezclado como un hervidero en el contexto de un pueblito alejado de la gran ciudad (Wilden), en medio de la maraña de una naturaleza sombría, atestada de visiones y apariciones, tal vez representaciones mismas del mal propiciado por la acción del hombre y su desastre nuclear. En suma, hay en Dark una profundidad abismante, y una sobriedad en el estilo que la hace mucho más seria, y su tensión aún más enrevesada. Es el retrato fidedigno de una era post guerra. Repleta de un equilibrio y un orden aparente que bajo su superficie va desatando su propia entropía. Así como el átomo puede ser desintegrado mediante la fisión, también la realidad y la sociedad pueden desintegrarse, y provocar la aniquilación o el residuo de lo que alguna vez fue, un espacio ideal en el tiempo, o su contraparte oculta.

jueves, 4 de enero de 2018

Según los diarios, El irlandés y el Cívico se salvaron por poquito del incendio de Bellavista, teniendo solo daños por agua. No así el resto de los otros locales. El fuego no perdona, lo sé de primera fuente. 
La señora del negocio pregunta al comprarle un par de cuestiones para la mercadería: -¿Usted trabaja?-. Lo dijo inmediatamente después de arrojar un rostro de extrañamiento. Seguramente notó que voy casi todos los días, y a comprar casi siempre lo mismo, por lo que su deducción tal vez la obligó a pensar que últimamente siempre paso desocupado. Pensé en un principio decirle que no de puro pesado, pero preferí hablarle con franqueza y mencionarle que sí trabajo, solo que estoy de vacaciones. Al enterarse la señora de que era profe, vino otra pregunta en el mismo tenor que la primera: -¿Usted es profesor?-. Segundo gesto de extrañamiento. Tal vez no podía creer que alguien como yo lo fuese, a juzgar por la apariencia desprolija, o por la demasiada juventud. En fin. La señora, luego de sus preguntas, y de descubrir la identidad de su cliente redundante, pasó sin más las bolsas con la compra, y, acto seguido, se despedía apenas, sin alcanzar a explicarle mayores detalles sobre nada, atendiendo al próximo cliente con la rutinaria facilidad que la caracteriza.
Es consabida la anécdota de que Albert Camus murió un día como hoy en un accidente vehicular cerca de Villeblevin, días después de que mencionase que no conoce nada más absurdo que morir en un accidente de auto, a raíz de la supuesta muerte del ciclista Fausto Coppi en estas circunstancias. Sin embargo, las cuestiones que no se cuentan sobre la anécdota son las siguientes: 

1.- La prensa habría publicado por error la causa de la muerte de Fausto Coppi un 2 de Enero, en medio de otros rumores. Camus habría leído esa noticia el 3 de Enero, creyendo que esa había sido su muerte real, y aduciendo el absurdo del hecho a que "un ciclista muriera en un vehículo de cuatro ruedas".

2.- El vehículo no lo conducía Camus, sino que un amigo suyo, Michel Gallimard. Camus iba a viajar en un principio con su familia en tren hacia París, luego de pasar la navidad con la familia de Gallimard, pero en el último momento decidió viajar en el Facel Vega de su amigo. Camus fue el único que murió de manera instantánea en el accidente. Gallimard murió 5 días después en un hospital, producto de las heridas. Su esposa e hija salieron ilesas.

3.- René Char, amigo íntimo de Camus, se encontraba también entre los que iban a abordar el vehículo de Gallimard, pero decidió finalmente viajar en tren.

4.- Por un tiempo corrió el rumor de que la KGB había provocado el accidente de Camus, en venganza por un artículo que él publicó, donde responsabilizaba al canciller soviético Dmitri Shepílov de la represión de 1956 en Hungría.

5- El perro de Gallimard, que iba a bordo del Facel Vega, desapareció luego del accidente.

6.- Un día como hoy, el mismo de la muerte de Camus, Keith Moon, de The Who, atropelló por error a su amigo, conductor y guardaespaldas Neil Boland, en las afueras de un pub de Hatfield. Pese a ser liberado de la responsabilidad del accidente, dicen que Keith Monn nunca logró recobrar el alivio de su conciencia.
Entrevista de trabajo. Hora de mentir nuevamente. Hora de volver a sacar la máscara del maestro, y adoptar una postura correcta y genuflexa. Todo sea por las lucas.

miércoles, 3 de enero de 2018

"Todo Estados Unidos está al alcance de nuestras armas nucleares y hay un botón nuclear que siempre está en mi escritorio. Esta es la realidad, no una amenaza". Kim Jong Un

"¿Podrá alguien de ese debilitado y famélico régimen por favor informarle que yo también tengo un botón nuclear, que es mucho más grande y más poderoso que el suyo? y ¡mi botón funciona!". Donald Trump.

Al mundo no le queda claro quién ganaría el gallito nuclear. Los dichos de Jack Ripper en la película Dr Strangelove de Kubrick vienen como anillo al dedo: "En caso de duda, disparen primero y pregunten después".

Crocodile

Como me temía, el último sueño tenía relación con un episodio de la cuarta temporada de Black Mirror. Se sucedía una especie de cámara, dentro de un alrededor opaco, confuso, en el que se proyectaban algunos recuerdos aleatorios, tal cual ocurría en el episodio Crocodile. Detrás de esa cámara el tiempo no pasaba. Era un yo viejo. Proyectaba un escenario idílico en alguna parte austral. A continuación, una seguidilla de imagenes que daban cuenta de salidas nocturnas. Ninguna lograba distinguirse de la otra. Ya pasada esa serie, la visual miraba hacia el exterior desde una ventana en una habitación desconocida. Iba atardeciendo o amaneciendo, no podía saberse. Alguien estaba ahí adentro, acompañando la ocasión, o alguien venía en camino. Tampoco podía saberse. Lo único que sí podía reconocer era la creciente oscilación de la cámara de los recuerdos. Ninguno era del todo significativo, ni demasiado gráfico, pero sí lo bastante numeroso como para inducir un estupor progresivo. Conforme los recuerdos se hacían difusos, y la cámara se desconectaba, crecía el sentimiento de angustia. A medida que eso sucedía, se dejaba escuchar de lejos, quizá afuera o en la habitación próxima, el tema Mentira de La Ley. Al despertar, de manera abrupta, la pantalla junto al respaldo de la cama dejaba ver la página de Netflix, habiendo proyectado toda la cuarta temporada de Black Mirror, con un notorio mensaje de error al final de la reproducción. Un tímido haz de luz se colaba por entre la ventana, iluminando el error virtual.

martes, 2 de enero de 2018

El periodista yanqui David Rohde narra en una serie de libros sobre su secuestro por parte de los talibanes, que durante su cautiverio los captores le pedían que entonara She loves you de los Beatles, mientras algunos de ellos hacían los coros.

Mindhunter



“¿El asesino nace o se hace?”, “¿Será posible prevenir la conducta delictual de un sujeto solo conociendo su psicología?”. Estas interrogantes constituyen la base sobre la cual actúa el agente Holden Ford en la serie Mindhunter de David Fincher, junto a su compañero veterano Bill Tench. La trama policiaca se va desplegando en forma de una suerte de intervención detectivesca en la cual el entusiasta agente Ford quiere poner en práctica su ejercicio teórico: el por qué los criminales hacen lo que hacen. Su impronta idealista y su propósito intelectual se hallan reñidos en un principio con los fundamentos del FBI. El resto de sus miembros no entienden la lógica del agente, y temen que su proyecto acabe confundiendo los procedimientos básicos de una institución a ratos demasiado burocrática, y solo empecinada en perseguir a sus criminales e inculparlos sobre la base del hecho de sangre. La serie así aborda este conflicto enfrentando a los agentes Ford y Tench directamente con los asesinos en la cárcel, bajo su propio orden y discurso . Se les entrevista con tal de conocer su versión sobre el crimen, y en lo posible dilucidar el trasfondo hasta llegar a un análisis más profundo sobre los factores o razones que lo precipitaron. Pero he ahí justamente el ardid: cómo acceder a la mente de los criminales sin verse tocado en el intento, cómo lidiar con los distintos caracteres sin ver vulnerado cierto límite moral y legal. 

Mindhunter apuesta a un estudio de campo sobre la teoría del crimen. Sus personajes se prueban constantemente a sí mismos franqueando el frágil horizonte entre el proceso institucional de la policía, la voluntad investigativa de sus agentes y la agudeza mental de sus criminales. La cuestión en la serie es por qué ellos hacen lo que hacen, y en parte, por qué la policía actúa como actúa. Por ello es que el agente Ford se vale de un marco teórico que le servirá como saber de contrabando, con tal de ampliar la limitada perspectiva del poder federal. Su novia Debbie, estudiante de sociología, lo introduce en Emile Durkheim y lo conmina a leer sobre la teoría de la desviación, en el cómo la conducta desviada puede ser juzgada de manera arbitraria dependiendo de las normas establecidas por la sociedad, de modo que el límite entre lo prohibido y lo permitido puede a su vez ser un motivo convencional, y la definición de crimen, una definición puesta a prueba de acuerdo al resultado y el punto de vista. Un punto característico que le da el preciso toque Fincher a esta indagación es que, a pesar de constituir un ejercicio intelectual al servicio de estrategias policiales, no se vuelve una cuestión inmune ni mucho menos abstracta: los agentes se involucran con los criminales y por eso deben pagar el alto precio de la degradación psicológica. No pueden mirar al rostro impertérrito del criminal sin antes ver reflejada en su propia faz el terror del vacío interior, aquel en el que se desata el propio vértigo ante la opacidad del mundo y de la mente. Producto de su obsesión, por ejemplo, Holden parece objetivo, científico, hasta frío, pero no puede evitar adoptar un rasgo creciente de narcisismo ególatra que lo lleva a sacrificar todo (su reputación, su credibilidad institucional, su propia situación existencial) con tal de llegar hasta el fin con su peligroso estudio de la mente criminal. No puede evitar –digámoslo, con todas sus letras- volverse paulatinamente un psicópata dentro de su criterio implacable. Así mismo, su contraparte, el agente Tench, más apegado a las reglas, no puede seguir lidiando con las audacias de su compañero, entrampado también por su propia circunstancia vital. Por otro lado, la tercera agente del grupo, la psicóloga Wendy Carr, tiene que tratar de conciliar la osadía de Holden con la experiencia de Tench, dándole el matiz profesional y académico a la investigación, procurando que sea articulada siempre dentro de los márgenes de la institucionalidad. Aún así, sabemos que el costo de llevar a cabo esa empresa es demasiado grande, y siempre, entre sus grietas, salen a la luz los propios miedos y demonios de los involucrados, en constante pugna por no perder el hilo que separa su noción de la locura con la de la razón convencional y su estrecha relación con el ámbito de la ley. 

Dentro de los dilemas epistemológicos de los cazadores de la mente, entra además en juego la teoría sobre las máscaras de Erving Goffman. La novia de Ford, Debbie, en este punto, lejos de ser un personaje pasivo, y de constituir solo el sostén emocional del agente, juega un rol activo en el desarrollo de su aparataje simbólico e incluso en la evolución de su psicología, desafiando sus prerrogativas con el propio mecanismo del deseo. Resulta que el enfoque de Goffman, estudiado por Debbie, se proyecta sobre el rol de la persona en la vida cotidiana como una máscara. Cada persona adoptaría distintos roles en su biografía tal cual si fuese una obra de teatro. Para Debbie, según su lectura de Goffman, la propia sociedad sería una obra de teatro en la cual sus individuos asumen distintos roles. El peligro o el quid del asunto está en qué medida esos roles pueden asumirse como únicos, genuinos o mutables. Ford construye su propia máscara, la máscara del detective que a riesgo de profundizar en el interior de los sujetos de estudio puede acabar poseído por sus vacilaciones. Y vemos que Fincher lleva al extremo las consecuencias de este enmascaramiento, cuando el agente acaba de forma inconciente adoptando el cariz de la desadaptación. Fincher con sus cazadores de la mente nos muestra que todo intento por categorizar la naturaleza humana desde el espíritu científico siempre será insuficiente, y que llevar a cabo la aventura del descubrimiento del otro implica por sobre todo un precipitado auto descubrimiento. Que la consabida moral del mundo se consolida a fin de cuentas dentro de un sutil juego de mascaras, unas más terribles que otras. El espacio que las distingue no sería otro que el de la psiquis, siempre oscura, infranqueable, un verdadero Moby Dick que se mueve siempre allende el naufragio de la realidad.

lunes, 1 de enero de 2018

Los parabienes de la gente después de la fiesta ¿simple protocolo rutinario producto de una euforia colectiva? ¿o acto genuino de amabilidad espontánea? Si uno pensase "mal" o fuese realista, diría que la mayoría de los casos corresponde a la primera posibilidad. Pero no deja de ser intrigante el efecto que puede tener una simple frase de año nuevo sobre el aludido. Por ejemplo, un caballero ayer, luego de desear que "nos vaiga bien a todos", no paraba de repetir que además hubiese salud y pega durante el año. El caballero, sin embargo, olvidó mencionar la palabra amor dentro de la fórmula. Hubiera sido así la tríada típica de los deseos. Por alguna razón, esa palabra no fue mencionada, más allá del lapsus o el olvido. Debe ser una señal, o tan solo una omisión involuntaria que no tiene que ver con nada significativo, al menos que así se quiera, de corazón.
Danza de lámparas chinas, globos de los deseos, anoche en Muelle barón, para la víspera de año nuevo. No había cachado que esa costumbre se había popularizado tanto para estas fechas. Cuando veía los fuegos desde el cerro, a lo más eran los petardos, los cotillones y serpentinas en spray, tirados sin otro propósito que la festividad al uso. Se había armado una verdadera batahola en torno a los globos en el cielo. Algunos llegaban tan alto que se confundían con las bengalas. Otros caían irremediablemente al agua cual dirigibles sin dirección. Se supone que todo el misticismo en torno a la figurita del globo ascendente con una llama dentro viene del Oriente, y el significado resulta tan maleable que ya cualquiera por estos lares puede darle el sentido que se le antoje, de acuerdo a su humor o a su expectativa de temporada. No quedaba claro entonces si la gente arrojaba los globos al aire para cumplir sus deseos o para ahuyentar los problemas durante el año entrante. Si el hecho de la ascensión involucraba una suerte de manda espiritual, o si involucraba una especie de sublimación psicológica. Como fuese, la gente no paraba de arrojar a la intemperie esos modestos globos de papel de seda con llama hechiza, a veces hasta con ánimo competitivo, confundiendo el exótico ritual con una catársis del inconciente colectivo. Los globos que no remontaban el vuelo vacilaban con el viento encima de los sujetos sobre los roqueríos, amenazando con quemarlos. Estos, viéndose en un atado, intentaban impulsar los globos que iban a ras de tierra. Pocos alcanzaban la altura de los globos más elevados. Los más, se daban vueltas erráticas alrededor de la costa hasta acabar sobre el monolito de los lobos marinos o encima de la misma gente que había intentado impulsarlos. Eran esos, tal vez, los globos de los deseos traicioneros, de los deseos que se les devuelven a sus usuarios, buscando quemarlos en el proceso. Eran la mayoría. Los otros seguían arriba hasta mezclarse completamente con la oscuridad de la noche y la distancia de las estrellas. Llegado a un punto, los globos representaban el eco de su antigua función militar. Los menos alcanzaban a llevar la luz que señalizara la continuación de la guerra. Los más, arrastraban su luz de forma tenue intuyendo una derrota o un error de por vida. La víspera de año nuevo, así, se volvía el campo de batalla en el cual los deseos de la masa se ponían a prueba. Todos ellos, eso sí, tenían prácticamente un destino similar: acabar apagados, tarde o temprano, más cerca o más lejos del borde costero, una vez terminado el carnaval