domingo, 7 de junio de 2015

Uno podría desentrañar el misterio de la noche únicamente a raíz de la mirada obsesa del cine.

Uno podría desentrañar el misterio de la noche únicamente a raíz de la mirada obsesa del cine. A ratos las noches en vela parecen una escena sacada de una película de Hitchcock, al mantenerte en un suspenso indefinido pero con una causa y un efecto planeados de antemano, y reservados solo al público (en este caso, la alucinación nocturna o derechamente el insomnio)... Por ejemplo, la típica chica que uno observa llegar de juerga a altas horas de la madrugada, sola, aparentemente sin prisa pero siempre cauta, para no despertar sospecha de nadie y menos de su familia a pesar de su estado... el conserje como único testigo, mudo en su labor de voyerista y guardián, un saludo de protocolo y la chica entra prolongando un crimen silencioso, como la noche entre sus piernas, ella simplemente abre y cierra la puerta del departamento para llegar al fondo del asunto, entonces todo permanece quieto con el dulce aroma del suceso... la materia etílica de su encanto en la entrada, mientras el guarda actúa como un cinépata más, armando un rollo a partir de cierta impresión, cierta mirada, gesto o balbuceo en la escena. Una chica que entró sin preguntar a nadie, una noche, observada únicamente por el guardián, sin derecho a tocar y solo mirar, y también imposibilitado de comunicar el por qué de su destino y de su aparición tan a destiempo a causa de su alegría extraviada... Son las interrogantes que plantea una noche en vela en la que su soledad asemeja una idea robada del padre del suspenso. Quizá la noche sea otra forma de enfocar el suspenso de la realidad. Quizá haya más misterio en la belleza fugaz de una chica que llega tarde sin mediar razones que en todos los crímenes cometidos a plena luz del día. Quizá simplemente la realidad sea otra forma de cine que mirado de noche desenrolla sus secretos más ocultos. En cambio, la mañana sigue pareciendo incomprensible, siempre alguna clase de cinta absurda, en que se abren los ojos sin mediar palabra, no se sabe cómo, cuándo ni por qué, algo parecido a Kubrick, o con mayor justicia a Tarkovski, en que el hecho de despertar acaba siendo una prolongada cita existencial que dura más de lo que en realidad debería durar, para luego comenzar otra jornada y aguardar nuevamente (durante la noche) la mirada deseante del cine.