martes, 30 de enero de 2018

Un zancudo no paraba de estrellarse contra la ventana anoche, en evidente señal de querer entrar. Unos minutos después, dejando la ventana entreabierta por el calor acumulado, el insecto emprendía rumbo hacia algún rincón de la habitación. No salía de ahí ni por asomo. De repente pensé: Si el zancudo no amenazaba en ese preciso instante con picar ¿para qué buscarlo y matarlo? ¿Solo por una acción refleja de paranoia? ¿Solo por un ocio implacable? Preso de esta cavilación, eché a dormir.

Al despertar había ocurrido lo inevitable: una comezón en el brazo, y el zancudo a un costado, patas arriba, yaciendo sobre el velador. La razón de su deceso era misteriosa. ¿Habría muerto por mi mano -involuntariamente- o producto de algún agente externo, hasta el momento, incomprensible? El punto es que surgía el micro dilema moral. La pregunta sobre la muerte del artrópodo, que interpela por igual a animalistas y omnívoros. ¿Cuántos insectos no habremos matado ya, con deliberación o por mera casualidad, en el transcurso de la vida? ¿La muerte de esos insectos que convivían con nosotros, accidentalmente, haría o no alguna diferencia con respecto a nuestra consecuencia ética? La muerte del insecto parecía no entrar en la discusión. Resultaba la excepción absurda pero al mismo tiempo el punto ciego del debate. Y era tal vez porque el rollo en torno a la implicación homicida de otra criatura no era precisamente una cuestión, digamos, inmanente, esencialista, sino que una cuestión de perspectiva, de dimensiones. Los insectos eran demasiado pequeños o insignificantes para empatizar con ellos. O quizá solo no podíamos sentir compasión de una criatura que no nos interpelaba emocionalmente con su muerte.

Una cita de Fernando Vallejo señalaba, por otro lado, el gran umbral que separaba a las criaturas: el umbral del dolor. Según Vallejo, habría una jerarquía entre las criaturas que se establecería según cuánto sea el dolor que puedan sentir. Así, en sus propias palabras, "mientras más arriba esté un animal en esta jerarquía de dolor, más obligación tenemos de respetarlo", y luego concluía oportunamente agregando que, "entre un zancudo y un perro o una ballena hay un abismo: el de sus sistemas nerviosos". Dicho esto, aún quedaba la duda, la duda respecto al problema de la perspectiva. El cadáver del zancudo seguía ahí. El comezón sobre el brazo se había vuelto la evidencia de su crimen o la señal de su condición de víctima. Entonces ¿Solo en virtud de su naturaleza ínfima y de su (teórica) incapacidad para sentir dolor, el zancudo, su muerte, se volvía menos digna? Pues si aplicásemos ese mismo caso particular y lo llevásemos a universal, -según una forzada lectura kantiana-, la muerte del zancudo podría también implicar la muerte misma, el mero acto de matar en si mismo crearía baches en la ética general de la vida. Pero, en vista de que prácticamente nadie, a estas alturas del partido, puede afirmar con toda fe y seguridad que nunca ha matado -voluntaria o involuntariamente- a un insecto, aquel alcance universal queda suspendido de manera indefinida, y nuestra postura respecto a la existencia de las otras criaturas continúa más ceñida que nunca a nuestra propia y parcial óptica moral.

Con todo, en el momento de la interrogante, el cadáver del zancudo comenzaba a agitarse producto de la brisa. En ningún momento había hecho el ademán de quitarlo de ahí. Al rato, ya no estaba. Se lo había llevado la intemperie o la propia vida, en su proceso de demolición. Sin embargo, era su cadáver, su imagen, lo que aún permanecía, entre sueños, y en alguna otra parte del imaginario. Su picadura real había sido en la conciencia. Este texto, la hinchazón.