jueves, 19 de enero de 2017

La gran pregunta del diletante contemporáneo: *¿Cómo compatibilizar el tiempo para el trabajo con el tiempo para el ocio? Se supone que las vacaciones están hechas para compensar el tiempo que dedicamos a sobrevivir. Ese tiempo para el ocio suele verse como un lapsus dentro del orden establecido. Por lo mismo, se ve con recelo a aquellos que tienen demasiado tiempo libre. Pareciera que estar ocupado conllevara cierta carga de nobleza. El estar desocupado, el contar con demasiada libertad de acción, en cambio, posee de forma irremediable un matiz peligroso, incluso vergonzoso. Se pone en evidencia, por ejemplo, cuando elegimos entre una distracción evasiva o un panorama, digamos, "más constructivo". De acuerdo a esa elección moral, todo lo que uno hace o deja de hacer debería poder contribuir al trabajo o al ocio de otro. Se está libre siempre y cuando ese ocio no sea asumido como condición, sino que como circunstancia, como tiempo en economía para la sociedad. Así, el dilema clásico queda nuevamente formulado: ¿Vivir para trabajar? o ¿Trabajar para vivir? Bertrand Russell en su Elogio a la ociosidad planteaba algo interesante: la resignificación del ocio, lejos del estigma de inutilidad ignominiosa, entendido como el tiempo para el cultivo de uno mismo, aunque eso implique solo encerrarse a leer, o, por el contrario, viajar a Machu Pichu o al Himalaya en alguna especie de búsqueda extravagante. Por otro parte, Bob Black en su Abolición del trabajo, proponía algo radical: romper con la idea del trabajo como dinámica de sobrevivencia, y sencillamente convertirlo en la fuerza productiva necesaria para la realización personal. Lo que sucede en el fondo es que el trabajo, de acuerdo a nuestro actual evangelio, se ha vuelto prácticamente la voluntad de espíritu del hombre moderno, a tal punto que este no puede llegar a concebir otra vida que no sea una vida llena de trabajo en pos de una retribución o una idea de futuro. Toda la lucha contra el sistema apuntaría entonces hacia esa vereda remota: la posibilidad de que la fuerza de trabajo sea alguna vez liberada del yugo del salario, y de que el ocio sea revalorizado, por fin, como el tiempo legítimo para la manifestación de la cultura con todas sus luces y sombras. Suena fácil leído en palabras, pero el trecho hacia la realidad, su dilatación, su postergación, es aquello en lo que se podría resumir toda la historia conocida.

* Se podría preguntar lo mismo en relación a la escritura como expresión del ocio más profundo, aunque también, a su manera, en cuanto trabajo, un verdugo interior que somete y demanda.
Se puede vislumbrar en el actual Werner Herzog un esfuerzo por volverse un documentalista del espíritu humano. En los documentales que ha hecho ahora último ahonda en sus misterios, sus recovecos, su magma interior. Como buen Herzog no deja de preconizar un declive, un inminente desastre, pasando por el miedo a sucumbir frente a las fuerzas naturales, hasta llegar a la realidad de la incomunicación en nuestra paradójica era. Me pregunto qué será lo que sigue. El documental se ha vuelto su propia y personal sinfonía del caos.

La lectora de Osho y la de Foucault

La situación es la siguiente: una chica en la Feria del libro de Viña levanta un libro de Osho "Aprender a amar". Mientras tanto, uno mismo a un costado, intentando buscar más ediciones de novelas de Anagrama. La chica no lucía del todo imbuida en la hojeada del libro. Se intuía su interés creciente por la temática más que por la obra misma. Sin otra evidencia que el hecho, se podría especular que el amar en sí mismo convoca la atención literaria femenina. Sumado a la temporada de verano y el libre y florido intercambio de ideas. En el momento que acudo a la zona de los libros de autoayuda, la chica parece dejar a un lado su Osho. Se anima ahora hacia un clásico: "El libro de los secretos". Hay quizá en la literatura de estos gurúes un magnetismo subestimado, pensé entre mí, mientras la chica en cuestión se disponía a guardar la cámara digital que llevaba en un morral con motivos artesanales. Más allá, se le ve saludar a unas amigas que compartían con ella.

En otro stand cercano al de la chica de Osho, otra joven se ve concentrada en la lectura de un libro gordo. A simple vista, se le veía sola. Me acerco a revisar las ediciones. El libro era nada menos que "El gobierno de sí y de los otros" de Foucault. A diferencia de la chica de Osho, esta otra sí se veía imbuida en la lectura. Tanto así que pareció que toda la feria del libro a su alrededor se abstraía, no importándole interrumpir el paso de los feriantes ni el propio interés del resto de los lectores. La joven, con un sexto sentido, por supuesto que sí advirtió mi presencia. Aún así, no le importó. Siguió en su gobierno de sí y de los otros, completamente segura de su acto solitario, de su pura identidad centrípeta. Cuando hubo terminada su lectura, vio que estaba agarrando La hermenéutica del sujeto. Una vez que termino de hojear el libro, lo agarra ella. Casi en un acto reflejo, lo aprieta como agradeciendo que esté en sus manos. Entonces se da la vuelta y desata de nuevo su lectura profunda.

El aprender a amar de la chica del principio, y El gobierno de sí y de los otros de la última. Casi se podría establecer una extraña continuidad entre ambas lectoras. Entre el amar y el gobernar. Sin embargo, se aprecia una diferencia radical entre el motivo amoroso y la lectura rápida de la primera, y el motivo filosófico y la lectura centrípeta, completamente alucinante, de la segunda. Cada una por sí sola es un universo literario andante, pero con la segunda fue posible sentir una soledad magnética, que parece estar evadiendo a los otros, pero que en realidad los está gobernando, haciéndolos parte de su imaginario lector. La que estaba haciendo la verdadera hermenéutica en el fondo era ella. Uno mismo acabó siendo solo un sujeto más -quizá ficticio- dentro su inusitada lectura. Un voyerista inventado. Un otro indeseable, persistente, aunque necesario para su ejercicio