viernes, 12 de agosto de 2016

Escritura automática

Para la clase de segundo ciclo, aprovechando que quedaba tiempo, se introdujo la poesía contemporánea, luego de una ajetreada ronda de exposiciones pendientes. Solo alcanzó para hablar de la I Guerra Mundial, Tristán Tzara y el surrealismo. Entonces para cerrar la clase, para no acabar en el vacío didáctico, vinieron a la mente, casi como en una epifanía, las técnicas de escritura propias de los dadaístas y surrealistas de la época. Pensé dentro de mí, que por la falta de rigurosidad y la ilusión de libertad que te entregan esas técnicas, podían servir para suplir la falta de ideas producto de una planificación atrasada. Sin dudarlo, expuse al curso el desafío de escribir en una hoja en blanco lo primero que se les viniera a la cabeza, sin filtro alguno, sin censurarse, solo expresar lo que se siente y piensa al instante. “Vomiten sobre el papel lo que tengan en la mente”, les hice saber. La actividad fue un éxito. A pesar de que no la entendieron por la inaudita falta de reglas. Se sentían extraños pero de alguna forma cómodos escribiendo cualquier cosa. “Pueden insultarme si quieren. No importa todo vale. Eso es la escritura automática”. Algunos de ellos ríen. Una de las alumnas replica que se sintió rara haciendo lo que hacía. Otros, no pudiendo escribir, comenzaron a dibujar sin razón, con algunas leyendas debajo de la hoja. No paraban de conversar, era difícil mantener el silencio, pero se mantuvieron absortos ante esa actividad tan fuera de lugar. Así que, colegas de lenguaje, a falta de otra cosa, piensen en sus amigos Tzara y Bretón, usando la escritura automática, el cadáver exquisito e, incluso, el collage dadaísta como métodos para salvaguardar la jornada. La escritura vanguardista, usada de una forma aún más vanguardista, auspiciando la procrastinación curricular.

Los penes en el pizarrón.

Al llegar a la clase de primer ciclo, la última de la jornada, me encuentro con el pizarrón lleno de dibujos de penes. Miré de inmediato al curso haciendo un gesto de negación con la cabeza, mientras reían desaforadamente. En mi mente me acordé de los tiempos de colegio, cuando lo que hacíamos en clase no estaba tan alejado de lo que hacen ahora los propios alumnos. Cómo no pensé en la situación de aquella época como un reflejo de lo que pasaría después, en calidad de profesor. Sin embargo, comprendí el payasismo de los alumnos. No contaba con que, al intentar borrar el pizarrón, los penes habían sido dibujados con plumón permanente. Las risas no se hacen esperar. Me dirijo a ellos y uno del grupo asume la responsabilidad de la gracia. Le repito que debe borrar los penes del pizarrón, y agrego luego, para contribuir al humor de la clase, que aquel que borre los penes del pizarrón con la lengua tendrá una anotación positiva. Uno de los cabros dice que lo hará encantado, y al instante, lo tratan de gay. Por supuesto, todo dentro de un clima de simpatía. Lo curioso de toda la anécdota fue que aparecía solo una vagina dibujada. Les repetí, siguiéndoles la broma, si acaso les gustaba el pene que lo dibujaban tanto. Ríen sin más. Saben que ese tipo de tallas dependen del ánimo del momento. Nadie saldrá ofendido en mala dentro de un ambiente jocoso, alegando discriminación ni mucho menos. Eso solo se comprende siendo parte de la talla. Una vez que terminan la actividad de la clase, el alumno dibujante de penes cumple su palabra y borra sus pequeñas obras. Desde que tengo memoria, el dibujo del pene, usado como símbolo anárquico adolescente, como rebeldía contra la seriedad del curriculum o, en su defecto, como tabú inconciente que se exterioriza en forma de broma de mal gusto, para luego ser eliminado del pizarrón, y, al mismo tiempo, censurado del imaginario moral. Solo durante ese instante, el pizarrón y los dibujos fueron el espejo de la sociedad a escala micro.