Hoy en día la crónica tiene ya un estatus cultural definitivo y valdría la pena llamarla simplemente así. Ahora, podemos descomponer los ingredientes de la crónica y decir que es literatura bajo presión porque quien la escribe muchas veces está constreñido a una extensión limitada y a una fecha de entrega angustiante. Pensando en aquella definición que hizo Alfonso Reyes del ensayo, dije una vez que esta literatura es “el ornitorrinco de la prosa”. Él decía que el ensayo era el “centauro de los géneros” porque le parecía un animal híbrido en el sentido de que responde a la frialdad de la reflexión y a la intensidad de la narración. Ésta mezcla lo convierte en centauro, impetuoso jinete de sí mismo. En el caso de la crónica, los estímulos a los que responde son tantos que merece como mascota el ornitorrinco, que parece un animal que podría ser muchos otros y sin embargo es solo uno, mezcla de pato, marsupial, castor. Dicen que un ornitorrinco es un castor diseñado por un comité. Demasiadas personas no se pudieron poner de acuerdo y la solución fue el ornitorrinco. La crónica tiene que ver con el relato porque plantea un argumento similar, con el teatro porque la opinión pública es la versión contemporánea del coro griego y hay un sentido de la dramaturgia en las escenas, en las que muchas veces intervienen parlamentos; con la autobiografía cuando el cronista habla de sí mismo; con el ensayo al asumir recursos discursivos. En fin, tiene que ver un poco con todos los géneros. Incluso, con la poesía.
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Cada cronista encuentra formas de dar cuenta de la realidad. La realidad ocurre al menos en dos ocasiones: en el mundo de la acción y en el mundo de la representación.
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Me parece que hay derecho a mentir cuando uno escribe de circunstancias privadas que no tienen que ver con nada comprobable ni relacionado con un acontecer público o con otra persona. Por ejemplo, si hago una crónica íntima sobre mi relación con los calcetines, poco importa que diga que me gustan más los rojos que los azules. Estoy en una esfera donde eso se puede modificar sin alterar la realidad en lo fundamental; me limito, sencillamente, a alterar la forma de contar. Pero si narro un acontecimiento o menciono lo que me dijo alguien en una entrevista, tengo que ser fiel a lo que ahí ocurre. Y aquí viene un tema que es más filosófico que literario: ¿qué es la verdad? La verdad es siempre subjetiva. Puedo creer que realmente pasó eso o me han informado que pasó eso sin que necesariamente sea cierto. El criterio de verificación nunca es completamente exhaustivo porque siempre puede aparecer una versión discordante. Digamos que ser objetivo significa, simplemente, no tener pruebas en contra. La verdad es lo que me dijeron o lo que yo vi mientras no haya algo que lo refute. La verdad no es un absoluto, sino lo más cerca que puede estar de no ser refutado.
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Una de las ventajas de la crónica respecto de la ficción es que dependes de las voces ajenas. La crónica implica una ética que no necesariamente debe tener el escritor de ficción. El poeta puede ser sublime cuando escribe y un canalla cuando guarda su pluma. En cambio, el cronista tiene que situarse en la piel de los otros, respetar lo que le dicen, que las voces ajenas son más importantes que la propia, asumir que los demás tienen razón.
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A diferencia de los especialistas, de los eruditos que escriben acerca de lo que ya saben, el cronista toca las puertas que no se abren. Las cerraduras obstruidas, los impedimentos, los obstáculos revelan que ahí hay un problema. Si alguien no quiere hablar contigo, eso puede ser un buen estímulo. El cronista se somete a un continuo aprendizaje: no escribe porque ya conoce sino para conocerlo. El filósofo Jacques Rancière comenta que el mejor maestro es el maestro ignorante, el que aprende al mismo tiempo que enseña porque reproduce el proceso de descubrimiento y recupera la novedad a través de sus alumnos. El cronista es, necesariamente, un maestro ignorante: comunica algo que está aprendiendo.