jueves, 9 de julio de 2015

Es increíble cómo al acercarse el final de un ciclo, se rompen las reglas, las categorías se borran, los límites se violan, al igual que en una curvatura del espacio tiempo, como en una nueva teoría cuántica, eso demuestra que el curriculum es otra cuestión convencional. Cómo por ejemplo en una clase de ortografía un alumno se interesa por un disco de King Crimson, entonces por un instante la melomanía se come al lenguaje. Cómo en una clase de repaso sobre el género lírico salen a colación los videojuegos, en un intento por parecer juvenil, entonces la clase se vuelve una vanguardia o simplemente una distracción. Y cómo finalmente en una clase de lenguaje común todos se toman un minuto de confianza, y cada quien le dice al otro lo que no habían querido decirse por miedo o verguenza. Ninguna clase concordó exactamente con lo planificado, así como aquellas improvisaciones en escena que se salen del libreto. La U nos hacía creer en un mundo de Bilz y Pap donde todos los alumnos seguirían al pie de la letra los objetivos y, sobre todo, la ficción de que ellos cumplirían a cabalidad las actividades y estarían satisfechos y agradecidos con el trabajo, como en una suerte de convivencia constructivista del primer mundo. Pero la realidad, cruda, irónica, le da la bienvenida al cambio. Se acerca el fin de algo, se siente que se sigue con lo de siempre, entonces la rueda toma otro rumbo, desconocido, a veces incómodo, a veces simpático, pero definitivamente otro. Y toca sumarse a la fiesta, y toca reescribir el libreto, y decir que, por ahora, ya nada queda.


Veo al Papa Francisco que recibe la cruz con la hoz comunista de parte de Evo Morales. La monserga religiosa, el sabor de la corrección a la orden del día, esa sensación de que las diferencias irreconciliables se pueden eliminar, de que la Iglesia todavía puede reivindicar siglos y siglos de necedad mediante gestos diplomáticos, además con la propaganda de unidad latinoamericana. Me parece sospechoso el discurso buena onda, sobre todo proveniente de la Iglesia, cualquiera que sea el santurrón que la encabece. Esa política blanda, esa posmodernidad líquida, esa carnavalización, jergas académicas para hablar de una estrategia bastante más sutil: la de hacer creer a la humanidad que los ídolos pueden revertir sus roles, que el timón de esta fiesta demagógica le pertenece a todos. Y no tiene nada que ver con la religión en sí, con el concepto metafísico, espiritual originario. Y no tiene nada que ver con la política como puesta en práctica del orden. Es la mascarada la que causa recelo. La pirotecnia de la moralidad. La sensación casi espectacular de que detrás de cada cruz existe una persona de carne y hueso, de que con cada ley que se aprueba, por más rebuscada, vanguardista que parezca, con el juicio de los hombres, se llega a alguna parte, a alguna clase de paraíso progresista, donde todos tendrían la misma porción de torta, donde el bien y el mal estarán a ambos lados de la balanza. Aunque no se sepa, a ciencia cierta, quienes sean realmente los buenos ni los malos de la película.