miércoles, 29 de noviembre de 2017

En una audiencia del Tribunal Penal Internacional de La Haya, uno de los sentenciados, el ex comandante bosnio croata Slobodan Praljak, al momento de conocer su condena por crímenes de guerra en la ciudad de Mostar, tomó un vaso de algo al seco y luego le dijo a los jueces que se trataba de veneno. Se señala que el magistrado suspendió la sesión de inmediato y llamó una ambulancia. Era el momento de bajar las cortinas. El ex comandante, sin embargo, murió al rato después. ¿Les recordará este episodio, por la ingesta de veneno durante un juicio, al clásico de Sócrates por haber corrompido a la juventud ateniense? ¿Habrá sido esta la cicuta del ex comandante por crímenes de lesa humanidad? No lo creo, y la situación solo guarda relación con la de Sócrates en la forma del suicidio, mas el fondo y el motivo ético en este caso resulta completamente disímil. De ser así, estaría mucho más asociado al episodio de Budd Dwyer, político yanqui que en su tiempo fue acusado de soborno y que durante una conferencia de prensa sacó cuatro sobres, uno de los cuales tenía un revolver con el cual se quitó la vida. La pregunta es ¿el suicido vale como última vía de redención, como opción precipitada pero digna ante la pérdida del honor o la reputación? A simple vista resulta algo predecible, pero hilando fino se puede especular sobre sus razones. Ya no tanto la negación de la vida (apreciación prejuiciosa) como la posibilidad de huir del sufrimiento o de redimir una culpa impagable que no sea de otra forma que invocando a la parca. ¿Por qué la opción del suicido en público bajo términos personales para Praljak, para Dwyer, para tantos otros? Solo ellos, acusados penitentes, al fin y al cabo, lo sabían, llevándose consigo el enigma. A nosotros, los vivos, solo nos queda el reguero de sangre en la pantalla y la reinstalación del dilema de la muerte como alternativa real a la ignominia.