viernes, 13 de enero de 2023

Amor a la porteña: algunos lugares románticos (y no tanto) donde “pinchar” en Valparaíso

“Siempre nos quedará el puerto”, parece la postal cinéfila para hablar de aquellos amores nacientes que vieron la luz en la ciudad, y que desaparecieron con ella, con sus tonos grises de día y su fanfarria ruidosa, etílica y saturada de noche. Para el enamorado de la postal, Valpo entero podría parecer un sitio idóneo donde dejar fluir la química a borbotones. Sin embargo, para quienes conocemos sus entrecejos, sus laberintos, esquinas y rincones huidizos, y los hemos recorrido ya sea con ánimo jovial o con la zozobra de una jornada de desenfreno, sabemos que hay locales, zonas y picadas únicas, en donde se pueden llegar a vivir momentos de antología, solo dejando correr el imaginario poético y sensiblero, desplegando, con suma pasión, un auténtico “mapa del amor”, eso sí, uno en donde se den cita las primeras insinuaciones entre tortolitos que se estén recién conociendo y, cómo no, sus primeros “pinches”, porque esos tiernos o medio calentones encuentros tienen que tener sí o sí la marca de agua del espacio que los vio florecer.

Recuerdo uno de mis primeros pinches exitosos. Fue en el ya extinto Patio de comidas de Ripley frente a la Plaza Victoria. Era en mi época de mechón. En ese tiempo, ya había salido un par de veces con una chica estupenda, tanto que ni yo mismo me la creía. Un día me armé de valor y la invité a comer al susodicho patio. Tenía contemplado un lugar más típico, el Jota Cruz, por ejemplo, pero había algo en el hecho de subir las escaleras mecánicas con ella que me hacía pensar que ya éramos pololos, que ya estábamos saliendo de compras como solía ser, claro que evitando la sección de ropa femenina, no fuera ser que la chica se quedara mucho rato. Al llegar arriba, me acuerdo que pedimos un par de promos de completos con papas fritas. Estábamos entretenidos con poco, y esa era toda la magia. Algo que quizá en esos años no sabía conscientemente pero intuía, por eso resultó. La cosa es que disfrutamos los completos y conversamos cosas anodinas hasta que me senté cerca de ella, la sujeté levemente hacia mí y nos comimos. Sin pensarlo tanto, embargado de emoción, le pedí pololeo, a lo que ella respondió que sí, contra todo pronóstico, fue algo totalmente inesperado. En aquella época todavía creía que el hecho de pinchar iba aparejado de inmediato con una relación un tanto más comprometida. Pese a todo, logramos concretar algo bonito. Duró la nada misma, aunque siempre me acordaré de ese bendito patio, entre tanta perfumería y artículo para el hogar. El patio de comidas no era el sitio más romántico, pero encerraba toda la frescura del pinche juvenil, totalmente rápido y económico.

Otro lugar que atesoro con mucho cariño fue el Bar Mi casa. Había llevado a tomar allí a varias señoritas, entre ellas, una amiga muy querida. Me sorprendió la estética, pegando con la bohemia de Cumming. Le daba todo un toque de carrete vintage, con esas serigrafías de Elvis Presley, esos cuadros de Marilyn Monroe y esa indumentaria digna de rockabilly. Una de aquellas veces llegué acompañado de una chica con la cual habíamos recorrido el muelle Barón. Nos habíamos apresurado porque ya era de noche. Pese a la hora, el local nos recibió de buena gana. Conste que hay una evolución. Si uno de mis primeros pinches fue en un retail con comida rápida, los que le seguían debían tener más onda, mucho más carrete y alcohol en el cuerpo y el corazón. Pedimos unas chelas. La chica decía estar exhausta. La música se puso mejor. Se nos subió el agua al bote. La conversación se puso más íntima y todo fue fluyendo hasta el primer piquito. Luego, producto de la emoción, atinamos con todo. Sonaba, de fondo, una mezcla de nueva ola y sonido ochentero. Pinchar en aquel lugar era lo más parecido a abrirse un portal en el tiempo y salir transportado a una escena romántica de tiempos universitarios, donde todo era más fácil y bonito con una promo chelera y un bajón típico, cortesía de la casa. Creo que el bar Mi Casa era, sin duda, uno de los lugares más entrañables, precisamente por ese sello único de fachada vintage y bohemia porteña, conservando todavía el color familiar, sin llegar a ese ambiente de luz tenue y toxicidad que iban revistiendo los locales aledaños (lo que no deja de tener su encanto prohibido, hágase la aclaración).

Quienes conocen el siguiente local, el Trova de Cumming, sabrán que este local se caracteriza por su atmósfera de peña universitaria con su toque preciso de ranciedad, sin llegar al extremo. Pues allí ocurrió otro de mis tantos pinches. Habíamos salido a ver una película con una chica y nos pasamos de inmediato al Trova para aplacar la sed. ¿Por qué el Trova? No fue algo planeado. Simplemente habíamos visto en él algo piola para tomar un poco al alero de buena música en un ambiente típicamente porteño. Nos sentamos cómodamente cerca del escenario donde tocaban los músicos sus guitarreos a lo Silvio, Victor Jara o Serrat. Pedimos unas jarras de vino, especialidad de la casa, y conversamos sobre la película, sobre la universidad y sobre otras cosas al uso. La cuestión se fue dando conforme nos hacía efecto el copete, sumado a la sensualidad del ambiente, con tonadas cada vez más románticas y al calor del tinto elemento. Nos sentamos cerca y nos abrazamos. Luego la cosa fue escalando, cariño mediante, hasta pinchar de lo lindo. Al rato, bajamos las jarras y salimos contentos, rumbo al bajón de la esquina. Con la guatita llena y el agasajo del dulce vino, fuimos entonces caminando junto a mi compañera, rumbo a la Aníbal Pinto, centro de encuentro obligado para quienes buscan derivar hacia otros confines o seguir con el carrete ahí mismo, mientras no nos pillaran volando bajo los curados y alucinados jugosos de siempre.

Algo que se quedó a fuego en mis recuerdos fueron, sin duda, los extremos vaciles en el Cureptano. En ese antro parecía que todo circulaba con impunidad porque se podía fumar sin problema, y fumar de todo, su cogollo o su paragua. En tanto, para los más duros, el milagroso polvillo blanco estaba a la orden de la noche. Sin embargo, y como yo era y sigo siendo del club de los piolas, únicamente íbamos a beber alguna cerveza barata con algún amigo o amiga, al ritmo del metal y el rock sonando estridente bajo unos parlantes saturados. ¿Cómo fue posible que en medio de esa batahola rancia haya sido posible pinchar? Pues, en Valpo, como buenos quiltros que éramos, todo eso era posible, y más. Fuimos en aquella ocasión con una chica que conocía de hacía mucho y con la cual no había tenido la oportunidad de concretar algo hasta ese entonces. Así, de manera improvisada, acabamos cheleando en el Cureptano. ¿Qué más romántico que eso? Nos arrimamos a un lado que no nos atosigara con la saturación del ruido de los parlantes, para que al menos pudiéramos hablar y contarnos algunas cosas íntimas, en medio de la distorsión. Con todo, y tras bajar la primera chela, nos pusimos más cariñosos y nos bajó el amor, mientras un caballero curado me instaba a “atinar” sin miedo y seguía sonando de fondo aquel legendario Fade to Black de Metallica, inmortal en un tiempo previo a la debacle de todo. La chica, el lugar y la canción, a estas alturas, ya conforman su propio mito, otro de tantos que podrían sobrevivir como relato oral y que, sin embargo, se van desvaneciendo junto con la chapa de patrimonio de la ciudad puerto.

Mi último y entrañable pinche lo tuve en un local desaparecido. Nos juntamos con una chica muy simpática a beber sus vinos en la casa. Vacilamos su buena música, luego su baile y su abrazo apretujado rumbo a algún bajón cercano. El más próximo era el clásico Servi Lunch, frente a la Plaza Victoria, esquina Salvador Donoso. Luego de dar las famosas “vueltas del vivo” alrededor del plan de valpo, y no encontrando, extrañamente, ningún carrito salvador, fuimos a caer a esa milagrosa picada, muy pasada la medianoche. Como estábamos tan ebrios, me tocó pedir un par de lomitos italianos que fuimos degustando con mi amiga, de manera muy entusiasta, tanta que hasta terminamos compartiendo unos cuantos besos. Carpe diem, reza uno de los más conocidos tópicos. Porque el tiempo apremia. Porque todo acaba. Ese local ya no existe. Con la chica todavía hablamos pero siempre nos quedará aquel bajón. De todos aquellos locales y todos aquellos encuentros fugaces, ya solo nos quedará el buen sabor de boca en la memoria, porque el tiempo apremia y el puerto vuelve a besar su memoria, cada vez que cae deprimido.

Se vuelve sin miedo sobre las viejas picás y los antiguos pinches como quien quiere hacer de la historia su propio antro de salvación. Eso es el puerto.


“Aquel que sin la locura de las Musas llegue a las puertas de la poesía convencido de que por los recursos del arte habrá de ser un poeta eminente, será uno imperfecto, y su creación poética, la de un hombre cuerdo, quedará oscurecida por la de los enloquecidos.”

Platón, citado por Julio César Aguilar en relación a la poética de Rodrigo Lira.