domingo, 17 de diciembre de 2017

Electric dreams

Por allá en los años setenta, Philip Dick ya había predicho prácticamente toda la problemática digital actual, cuando señalaba que la privacidad ya no existe, que ya no hay asuntos privados versus asuntos públicos. Dick nos enseñaba, con sus visiones, con sus sueños y pesadillas eléctricas, que la ciencia ficción no se trata tanto de anticipar el futuro como de invocar otro plano de realidad. La distopía se hace presente, aquí, ahora, a cada momento.
Piñera representa el epítome del paradigma neoliberal, es su cara visible o su figurita de acción favorita; por eso todos los que simpatizan o siguen de manera estricta su dogma votaron por él. Todos aquellos con un mínimo sentido de la propiedad privada en desmedro del concepto de comunidad, con una mínima fe en el evangelio del trabajo como plataforma aspiracional, con una creencia confesa en el crecimiento económico como índice del espíritu de la cultura, siguen este juego de manera consciente o solapada, y sabemos que el prosélito cree a pie juntillas en el poder de la gestión empresarial, aspira a una inteligencia pragmática, quiere moverse como pez en el agua en un sistema donde el valor de lo financiero diluvia sobre el océano de la ideología.
Todavía hay suficiente marketing en la apostasía del no voto. Pero sus razones resultan del todo inconsistentes y hasta volátiles. Ayer le escuchaba a un par de personas el típico argumento del "para qué votar si al otro día igual iremos a trabajar". Un amigo trataba de explicarle que la política general influye hasta en esa pseudo posición de inercia. Su postura acaba siendo más pasiva que activa, una desidia por ausencia. Es el precio de desentenderse de decisiones que, mal que mal, superan nuestro radio de acción inmediato. Pero, como decían ciertas mentes pensantes, también la acción de no votar implica no tanto una ignorancia como una repulsa. Tenemos, por ejemplo, la clásica frase del "si votar cambiara algo, sería ilegal" de Emma Goldman. La frase se ha vuelto la pancarta de moda entre los más anarquistas, una desobediencia civil que apuesta a no jugar el juego de la democracia, pero que se limita, después de todo, solo a eso: a no jugar. También otro que se pronunciaba al respecto era el mismísimo Borges, al señalar que la "democracia es una superstición muy difundida, un abuso de la estadística". De hecho, más allá de ideologías y colores políticos, quienes votan se convierten al momento de la verdad en solo un número, pero uno que, pese a su condición, puede simular un avance o un retroceso dentro de un orden de cosas establecido. Lo que no logra visualizar quizá, la masa desertora, es que el no votar la convierte igualmente en un número, un número prescindible, por opción o falta de esta, tal cual si fuesen los ángeles neutros del infierno de Dante, ángeles ni negros ni blancos, simplemente ángeles espectadores, pululando entre los rincones, esperando a que acabe de una vez por todas el juicio final para continuar con su rutinaria posición contemplativa. Como sea, sabemos que tanto el acto de votar como el de no votar son ambas posibilidades del sistema, perfectamente reguladas bajo leyes que aseguran a sus ciudadanos la ilusión de estar cambiando algo, o al menos, de preservarlo, in secula seculorum. Al final del día, se decidirá qué clase de número seremos o seguiremos siendo.