martes, 16 de abril de 2019




Se quemó la Catedral de Notre Dame. La causa, como siempre, tiene origen desconocido. Fuerte imagen, sin duda. Están los que reclaman la pérdida de un patrimonio invaluable, la joya de la arquitectura gótica, criticando a quienes, bajo un impulso anárquico, celebran el siniestro, arguyendo que "la única iglesia que ilumina es la que arde", frase descontextualizada de Kropotkin; y están, por supuesto, los que interpretan este hecho desde un halo de esoterismo, constatando la caída de un monumento simbólico católico, o bien la liberación de cierto "sello" de fuerzas ocultas. La caída de la Catedral te interpela, es tal su influencia histórica sobre nuestro imaginario que te obliga a tomar una posición. Hace poco, en la mañana, de hecho, caché a unos funcionarios encaramados en una escalera a la entrada de la Catedral de Valparaíso, sacando la pintura que habían echado algunos "rebeldes" en x contexto. La asociación con lo ocurrido con Notre Dame fue casi sincrónica. Se me vino a la mente, en este mismo momento, la imagen del incendio de la Iglesia del Corazón de María del año 93. El fuego, sin duda, ha quedado almacenado en mi memoria de infancia. Tal fue su significado que, de alguna u otra forma, ya no puedo acercarme a algún motivo religioso sin antes invocar inconscientemente ese fuego psicológico. También hace unos años se había quemado, por un motivo de lo más estúpido, la Iglesia de San Francisco de Barón. Podría decirse que la historia de valpo, su historia arquitectónica, ha estado prácticamente cruzada por el fuego. Mi memoria interna también. Algo de lo que pasó con la Catedral de Notre Dame también tiene su reflejo por estos lados. Una determinada incandescencia. Cierta conciencia sobre la ruina. Si uno se declarara desde una suerte de apostasía radical, en contra de todo simbolismo católico, por consecuencia debería suscribir e incluso promover esta clase de atentados como una vendetta moral (A lo Inner Circle, dirán algunos que intentan justificar las quemas en Noruega). Afortunadamente, no me declaro alguien de convicciones ni de condiciones tan extremas. Cuando se quema una construcción patrimonial ligada a la raigambre, se activa en parte ese fuego interior que no acaba de consumirse del todo. El poder destructivo de su brasa es tal que es capaz de sustraer a la construcción de sus agentes abstractos. No es Dios lo que se asfixia ahí en esa batahola, no es ni siquiera la iglesia entendida como constructo ideológico; es una cosmovisión entera la que se ve agonizando, ahí donde algunos pregonan sobre los escombros una extraña escatología, el rumor sobre algo nuevo que debe necesariamente reemplazar y aniquilar a lo viejo, y otros acusan una pérdida irreparable, un daño al pater colectivo, sin lugar a dudas, una metáfora de nuestra propio e impensado destino. La Historia misma es un monumento ardiente.