miércoles, 26 de octubre de 2016

Dos interrupciones en el tráfico que marcan el día. La de la mañana en Portales, por la lucha de los pescadores. Barricadas. Fuego. La gente dividida entre los que deben ir a trabajar y los que moralmente apoyan la causa. En el limbo entre esas dos hay una pugna. Si se quiere, una trinchera. O, en su defecto, un abismo. La segunda interrupción, mucho más particular y anecdótica. La del joven auxiliar de hospital que se arroja a la línea del metro entre Barón y Francia. El motivo siempre oscuro. Demasiado íntimo. Solo un escueto mensaje reza: agobiado por penas de amor. Siempre cuando algo da la impresión de salirse del plan, se vuelve noticia. En el caso del joven, el salto fue abrupto. Pasó de tener el corazón roto a tener además una pierna menos. Nada podrá salvaguardar desde ahora su dignidad. Sin embargo, sus razones siguen vetadas para la esfera pública. Acaso los medios sustraen el espíritu de la acción al ponerla en conocimiento de todos. Entonces la primera interrupción adquiere un interés colectivo porque va contra los planes. Pero la segunda pasa desapercibida, a pesar de constituir una tragedia relativamente común. Lo que podría salvar a los pescadores sería que sus demandas fuesen una realidad. En cambio, lo que puede salvar a nuestro joven suicida solo puede ser su conciencia, vetada a los medios, interrumpida por el tráfico doloroso de su corazón.
Taco en Av España. En el limbo infinito. Recordé de inmediato esa noticia que declara que el trayecto hacia la pega también se considera trabajo. De ser así, ya vengo trabajando hace media hora sin siquiera haber llegado. Paradojas del mundo laboral.