I
Mientras Valparaíso se debatía entre la asonada y la reciente revelación de documentos secretos en la Sociedad de Escritores, tras una investigación por presunta corrupción de uno de sus miembros, Ángel intentaba buscar respuestas en las conexiones que unían a Sebastián Mendoza con el Hombre del Ala Rota.
En las sombras de la ciudad, Ángel intentó acceder a una oficina oculta, detrás de la sede de la Sociedad. Sabía que, en alguna parte de la apócrifa República de los poetas, la verdad aguardaba a su descubridor. No podía ser que todo conspirara en su contra para manchar su nombre, durante una época tan convulsa y en un momento tan importante de su carrera.
-Aquí tiene que haber algo-, pensó Ángel, luego de correr a través de un pasillo oculto e ingresar al edificio. -Esta vez, no se saldrán con la suya-.
Todo era tan caótico que ya nadie advirtió su ingreso. Ángel sabía que habría una clave en esa oficina, algo que le permitiera explicar el estado de cosas y su vínculo con Mendoza, miembro de la antigua cofradía literaria a la que asistían con Miranda, celebrando tertulias de cuyo recuerdo solo restan versos ensangrentados.
Las conexiones entre Mendoza y el Hombre del Ala Rota iban más allá de lo evidente. Ambos habrían estado vinculados a la cofradía y sabrían de ceremonias ocultas en donde se conspiraba contra ciertos personajes con motivos todavía no revelados al profano. Así, al menos, lo creía Ángel, en el momento que, agitado, revolvía por completo la oficina de la Sociedad para revisar sus archivos y encontrar aquel documento que le permitiera confirmar su teoría.
En eso, Ángel sintió un ruido. Sabía que debía salir de allí lo antes posible, antes de ser descubierto. Entonces agarró el archivo completo sobre Mendoza y corrió rumbo a la salida. Afuera la asonada seguía sucediendo, y se podían escuchar las bocinas de las fuerzas del orden y la algarabía de la turba. Antes de que Ángel alcanzara a abandonar aquel pasillo, sintió una presencia. Pese a todo, no tuvo miedo. Le era familiar.
-¡Ángel!-, se escuchó gritar. ¡Era Miranda!
-¡Miranda! ¿Qué haces acá? -, preguntó Ángel, agitado.
-Lo mismo me pregunto-. Miranda caminó lentamente hacia Ángel. Su rostro denotaba extrañeza. -Pensé que te habías ido lejos, que nunca más volveríamos a vernos, que lo habías abandonado todo-, dijo Miranda, consternada.
-No puedo marcharme, así como así. Pese a todo, debo saber la verdad-, afirmó Ángel, exhausto, pero convencido.
-Es increíble escucharte decir eso. Es como si hubieras vuelto a ser el de siempre-, comentó Miranda. Ambos se quedaron mirando en silencio, cara a cara, durante algunos segundos.
-¿Y qué es lo que llevas, Ángel? ¿Qué fue lo que encontraste? No me digas que todo tiene que ver con la Sociedad-, preguntó Miranda.
-Después te explico, ahora debemos irnos-, dijo Ángel.
-Creo que sé dónde podemos ir-, afirmó Miranda, muy segura.
Así, ambos salieron del edificio por un pasadizo de emergencia donde nadie, ni las fuerzas del orden ni los insurrectos, pudieron reconocerlos. Era peligroso exponerse en esas circunstancias, y no podían arriesgarse a ser perseguidos, en el caos de la multitud.
II
Se dirigieron rumbo a una plaza alejada de los disturbios. Era la antigua Plaza de los sueños, apenas iluminada por un poste empolillado. Ahí se mantuvieron a salvo, bajo la fría noche.
-¿Crees que todo tiene que ver con Mendoza?-, le preguntó Miranda a Ángel, al revisar la carpeta robada.
-Tengo una intuición que necesito confirmar-, señaló Ángel. -Miranda, debemos volver en otro momento a aquel lugar, cuando haya una tregua. Ahora es muy peligroso.
-¿Estás seguro que ese es el camino? Tal vez debamos averiguar un poco más, antes de seguir con esto-, dijo Miranda, preocupada.
-Estoy seguro, Miranda. Completamente seguro. Solo necesito pruebas. No voy a permitir que las cosas se sigan saliendo de control. Vine a buscar la verdad, y la verdad voy a encontrar-, afirmó Ángel, decidido. Su voz era lo único que se escuchaba en la cuadra, a unos cuantos metros de la verdadera batalla campal que se estaba gestando en el plan de Valparaíso.
-Está bien, lo haremos. Recuerda que yo estoy a tu lado. Me urge la verdad, al igual que a ti, pero creo que debemos resguardarnos. La noche está peligrosa-, mencionó Miranda, algo angustiada.
-Miranda, algo me dice que esta noche ocurrirá algo que nos cambiará para siempre. Una intuición poderosa. No sé cómo explicarlo. Algo como venido de un tiempo remoto, me dice que esta noche ocurrirá un evento que nos marcará. Ya sé dónde debemos ir-, dijo Ángel, en un tono cada vez más intrigante.
Miranda quedó consternada. No sabía qué pensar ante las palabras de Ángel. Sin embargo, confiaba demasiado en él como para echar pie atrás. De todas formas, lo siguió a través de la bruma nocturna que comenzaba a formarse en las inmediaciones. Salieron de la plaza de los sueños y se adentraron de nuevo en la ciudad.
Sabían que era muy arriesgado exponerse. No podían ser vistos en ese plano de realidad, así que se cubrieron los rostros con unas mascarillas. A su alrededor, continuaba el zafarrancho, así que trataron de caminar a través de los desvíos, en los que había algunas tiendas saqueadas, rastros de neumáticos quemados en la calle y unas cuantas personas agolpadas en los muros, junto a otros echados en el suelo, heridos o exhaustos.
La imagen era patética. Valparaíso se había convertido en una sombra monstruosa, una ciudad fantasmática, arrasada por fuerzas incontrolables.
Cuando llegaron frente a un edificio grande y antiguo sabían que estaban cerca de su destino, y lo supieron pronto, porque había en él una figura metálica de un ouróboros.
-Mira, Miranda-, indicó Ángel. -Esa es la señal que estaba buscando-.
- ¿Una serpiente que se come la cola? -, preguntó Miranda.
Ángel asintió. -Estamos cerca. Sígueme-.
El ouróboros era Chile, en esos instantes, aquella criatura que se muerde la cola y que pretende, con eso, asaltar el cielo. La historia tiene forma de serpiente. La de Ángel y Miranda también la tenían.
Caminaron y caminaron a paso firme, sin que nada los perturbara, hasta que Ángel dio con la dirección indicada.
-Es aquí-, dijo.
-Esa es la antigua Cueva del Chivato-, señaló Miranda. -¿Qué se supone que hay en ella?
-Estoy seguro que aquí acaba nuestro camino, Miranda. Aquí encontraremos las respuestas. Es nuestra única oportunidad. Mañana podría ser muy tarde-, dijo Ángel, muy agitado.
-Ángel, sigo pensando que no es la mejor idea, podría ser demasiado riesgoso para nosotros, pero ya estamos aquí, y confío en ti. Confío en que habrá un mañana-, comentó Miranda, un tanto indecisa.
III
Se adentraron en la Cueva del Chivato, que estaba cubierta de algunas rocas y unos pastizales. En otro tiempo, permanecía cerrada, y era apenas reconocible por los transeúntes mediante una placa histórica.
La cueva era muy oscura y húmeda, y apenas se lograba distinguir el camino hacia el fondo. Miranda y Ángel siguieron caminando a través de ella, tratando de buscar algo, alguna pista que les permita resolver el puzzle existencial en el que estaban metidos, y del cual no podían salir.
Tan pronto como pisaron unos charcos de agua estancada, escucharon el sonido de un chapoteo escandaloso. Asustados, siguieron la ruta del sonido hasta encontrarse con un chivo. Tanto Ángel como Miranda, quedaron estupefactos ante la presencia del animal. Pero este apenas se dio por advertido. Ante su extraña serenidad, caminaron cerca de él.
- ¿Será este el chivo de la leyenda, Ángel? -, se preguntó Miranda.
-No lo sabremos hasta seguirlo-, afirmó Ángel, rotundo.
Cuando ya se estaban acercando demasiado al animal, el chivo se asustó, lanzó un alarido estruendoso y arrancó rumbo al fondo de la cueva.
Ángel sabía que debía seguirlo, así que le avisó a Miranda. Ambos corrieron detrás del chivo a través de un recorrido laberíntico. El animal les estaba ayudando a encontrar la ruta adecuada, o eso era, al menos, lo que Ángel intuía.
Al llegar a una mazmorra más abierta e iluminada, el chivo corrió a toda velocidad y se difuminó junto con las sombras hasta desaparecer. Así, Ángel y Miranda lograron encontrar un lugar que no era muy parecido al de la leyenda, pero en el que seguramente podrían encontrar lo que habían estado buscando.
-Miranda, sé que todo esto es una locura. Te traje hasta acá porque estoy seguro que en esta cueva está nuestra respuesta, la respuesta a la herida que nos atraviesa, el rostro detrás del misterio. Si es así, podremos volver a nuestra realidad-, señaló Ángel, entusiasta, pese a todo.
-¿Estás seguro, Ángel? Yo solo sé que estamos atrapados en una cueva de la cual no creo podamos volver a salir. ¿O acaso no recuerdas la leyenda sobre la Cueva del Chivato? Quien entraba por estos lados, no regresaba con vida o, en el mejor de los casos, era hipnotizado para siempre-, mencionó Miranda, agobiada por la situación en la que se encontraban.
-Tranquila, Miranda. Ya estamos acá, así que no vale la pena retroceder. Sigamos avanzando hasta encontrar algo. Tengo en mis manos el archivo sobre Mendoza. Solo falta seguir el rastro del Hombre del Ala Rota-.
-¿Y tú crees que lo encontrarás acá? ¿O que aparecerá otro archivo que nos dé una pista sobre su paradero? ¿Aquí, en este hoyo?-.
-Miranda ¿confías en mí?-.
-Sí, pero de verdad que ya estoy cansada. No puedo más. Siento que el chivo puede volver a aparecer, en cualquier momento-.
-Si confías en mí, entonces tienes que estar a mi lado y creer lo que te digo. Este es el lugar-.
Ángel, entonces, decidido, tomó de la mano a Miranda y la condujo rumbo a otro calabozo. Allí el sonido estruendoso del chivo, que lo inundaba todo, iba desapareciendo, y también desaparecía la humedad y los pozos de agua estancada que ralentizaban sus pasos.
-¿Crees que encontraremos respuestas aquí, Ángel?-, dijo Miranda, con cautela.
Ángel asintió, consciente de que la cueva poseía secretos enterrados en sus paredes que podrían cambiar el curso de la historia.
IV
A medida que avanzaban por la Cueva del Chivato, los escritores descubrieron símbolos en las paredes, inscripciones parecidas a triángulos y escuadras.
-¿Cómo es posible que un lugar como este haya permanecido tanto tiempo oculto?-, preguntó Miranda, asombrada.
-Es el Pacífico, Miranda. El Pacífico con su mar. El mar llegaba hasta estos límites. Los marinos que recorrieron la costa ya sabían de la magia salvaje de nuestro mar, por eso le temían-, señaló Ángel.
Siguieron andando hacia el fondo, hasta encontrar una puerta.
-Mira, Miranda, te dije. Ahí hay una puerta. Seguramente si entramos en ella, encontraremos por fin la verdad, nuestra verdad-, dijo Ángel, muy confiado.
-Ten cuidado, Ángel-, señaló Miranda, todavía muy temerosa de lo que pudiera ocurrir.
Ángel abrió la puerta. Entró junto a Miranda. Quedaron atónitos al encontrarse con una biblioteca antigua y abandonada a su suerte.
-Ven, rápido, Miranda, no hay tiempo que perder. En algunos de estos libros puede que encontremos la clave de los nexos y el origen de todo este conflicto. Apúrate-, indicó Ángel, demasiado ansioso.
-No puedo creerlo. Una biblioteca al fondo de la Cueva del Chivato-, dijo Miranda, todavía estupefacta.
De pronto, ambos se encontraban revisando uno a uno los libros corroídos y polvorientos entre los estantes envejecidos por acción del tiempo y del encierro. Durante el lapso de una hora, todo lo que pudieron rescatar eran obras de literatura clásica, historia universal, política chilena e internacional y uno que otro libro de sus antiguos camaradas de letras.
Había muchos libros, incluso joyas que, en otra época, Ángel hubiera robado sin culpa, pero nada de lo que él estaba buscando, hasta que dio con un ejemplar misterioso. Un manuscrito que contenía, en su interior, la historia sobre los personajes involucrados en su búsqueda personal.
-Aquí, Miranda, mira-, indicó Ángel. -En estas páginas, se menciona un pacto secreto entre el clan de Mendoza y el del Hombre del Ala Rota Un pacto destinado a preservar el equilibrio entre las fuerzas literarias de Valparaíso y las fuerzas del orden político-, explicó Ángel, mientras hojeaba una página del manuscrito.
-¿Preservar el equilibrio? ¿Será la razón por la que quieren transformarlo todo? ¿Algo así como “Orden desde el caos”?-, se preguntó Miranda.
-Como en el lema masónico, Ordo ab Chao-, agregó Ángel, con una expresión seria.
La respuesta estaba oculta en las páginas amarillentas del manuscrito. Mendoza y el Hombre del Ala Rota estuvieron ligados desde muchísimo antes, prácticamente desde los años setenta, y efectivamente ambos, siendo los anfitriones de aquellas míticas tertulias literarias en el puerto, eran también miembros regulares de una logia masónica cuyo rito no era reconocido por la oficialidad.
Todo indicaba que las tertulias eran la fachada cultural a la cual los custodios tenían acceso para iniciar a sus nuevos hermanos. Y el propósito ya lo había intuido Ángel: era influir, de alguna u otra manera, en los hechos políticos ocurridos tras la asonada o, al menos, influir en la posición de sus iniciados durante el transcurrir de los acontecimientos.
Ángel y Miranda se dieron cuenta de que, aunque sus carreras y sus vidas estaban siendo manipuladas, también eran parte de una narrativa más grande, una que apenas alcanzaban a comprender, en su limitado espectro.
-Nuestros destinos han estado enredados en las letras de Valpo desde el principio-, dijo Ángel, con un dejo de resignación. Miranda le tomó la mano, quizá para paliar su propia angustia.
-Pero ahora, debemos decidir si continuamos adelante con nuestra búsqueda o enfrentamos a nuestros verdugos-, comentó Miranda, mirando fijamente a Ángel.
-Debemos exponer esta verdad, Miranda. Nuestro tiempo lo merece. Solo así podremos quebrar la maldición que atraviesa nuestra existencia en este plano. Valparaíso también lo merece-, dijo Ángel, con determinación.
-La leyenda era cierta, entonces. Un tesoro enfermo permanecía al fondo de esta cueva-, mencionó Miranda. De pronto, sus perdidos colores, producto del miedo y la agitación, volvieron a cobrar vida.
Los escritores, ahora armados con el conocimiento sobre este misterio, se prepararon para enfrentar las consecuencias de una posible conspiración allá afuera.
Mientras tanto, Valparaíso permanecía en un receso momentáneo, tras sus disturbios durante la asonada que se había gestado de golpe. El encuentro con el exterior equivalía al encuentro con una mazmorra todavía más incierta y abismante: la del puro instinto sin espíritu.
V
Una tenebrosa música de fondo lo inundó todo, de repente. Era una música que recordaba mucho a Penderecki con sus atmósferas atonales. Ángel y Miranda se dieron la vuelta, asustados, antes de conducirse de regreso al exterior.
-¡¿Adónde van tan deprisa?!-, exclamó una voz lúgubre desde dentro de la cueva.
-¿Quién es? ¡Responda!-, preguntó Ángel, desesperado. Miranda se agarró a su brazo de manera enérgica.
La música dejó de sonar de manera progresiva y se sintieron unos pasos chapoteando en el agua de la caverna. Ángel y Miranda se quedaron viendo, a la defensiva, esperando al sujeto que venía hacia ellos. Era un hombre enmascarado, vestido con un traje de gala. Caminaba muy sereno.
-¿Quién es usted? ¿Y qué hace aquí?-, exclamó Ángel, una vez más.
-¿No creen que es demasiado pronto para irse?-, dijo el sujeto-. Permítanme presentarme. Yo soy el Hombre del Ala Rota. Seguramente ya habrán investigado algunas cosas sobre mí y sobre los sucesos que, como ustedes saben, están ocurriendo ahí afuera, pero déjenme explicarles tranquilamente lo que está pasando-.
Ángel miró a Miranda, asombrado. Luego volteó a enfrentar al hombre.
-Así que usted es el cómplice de Mendoza, el “caballero incógnito” al que tanto se referían en las tertulias. Usted es el anfitrión de la logia, y estuvo detrás de todo-.
-No sé qué habrá leído en esos viejos documentos, joven. Le sugiero que se calme. Estoy seguro que podremos resolver todo este embrollo de manera civilizada. Ahora, por favor, señor, señorita, acompáñenme hacia la sala de estar-.
-No creo que eso sea posible-, dijo Ángel, agitado. -No puede estar tan tranquilo en una situación como esta. Afuera, la ciudad se volvió una zona de lucha, y muchos de los implicados en la insurrección formaron parte de las tertulias que usted organizaba junto a su cofradía. Tiene que dar la cara. ¡Ahora!
El hombre se quedó estático, amenazante, frente a ellos.
Miranda, asustada, trató de calmar a Ángel.
-Es mejor que vayamos donde él nos dice. Tú mismo dijiste. Si queremos saber la verdad, tenemos que ir hasta el fondo, hasta las últimas consecuencias-, dijo Miranda, esta vez, decidida.
Ángel miró de nuevo hacia el hombre, que permanecía firme, y asintió. Entonces lo siguieron lentamente hasta llegar a una morada amplia, iluminada con una luz tenue, adornada con un estilo barroco. El piso tenía baldosas blancas y negras.
El hombre invitó a Ángel y a Miranda a sentarse.
-Disculpen mi falta de cortesía, no haberlos invitado antes, pero ya que ustedes llegaron hasta aquí, puede decirse que son los elegidos. Tomen asiento-.
Los escritores se sentaron lentamente, mirando todo a su alrededor.
-Ahora podremos hablar tranquilamente-, mencionó el hombre.
Su sola presencia y el ingreso a esta morada dentro de la cueva le hicieron creer a Ángel que estaba soñando.
-Dígame algo, ¿es esta la logia no reconocida? ¿es usted acaso el maestro?-, preguntó Ángel.
El hombre suelta una risa muy breve, detrás de la máscara.
-No coma ansias, invitado. Hay muchas cosas de las cuales todavía desconoce o solo cuenta con una visión sesgada o influida por sus propios prejuicios personales. Solicito de usted, si vino hasta con una inquietud, sea capaz de escuchar y de abrirse a todo lo que suceda, de ahora en adelante-.
-No pasará nada, tranquilo-, dijo Miranda.
-Espero que tengas razón-, le murmuró Ángel.
El Hombre del Ala Rota se incorporó y colocó su mano derecha extendida, debajo del mentón, cerca de su cuello. Se mantuvo así durante unos segundos.
-Por favor, invitados. Les voy a pedir que hagan lo mismo. Coloquen su mano derecha extendida, debajo del mentón-, señaló el hombre.
-Es mejor que hagamos lo que nos pide, Ángel-, señaló Miranda.
Así, ambos le copiaron el gesto al extraño hombre, luego de levantarse.
-¿Prometen decir la verdad en todo lo que se les pregunte?, dijo el Hombre del Ala Rota.
Miranda volvió a mirar a Ángel, para que respondiera de manera afirmativa. De este modo, ambos respondieron que sí, que dirían toda la verdad.
-¿Es esto un jurado?-, preguntó Ángel, escéptico. Miranda le movió el brazo, para que guardara el respeto.
-Le pido por favor que se limite a responder. Así como yo he sido muy cortés con ustedes, lo único que se les exige también es que lo sean acá, en esta morada-, respondió el hombre, muy en serio.
Ángel trataba de mantenerse impasible, por consejo de Miranda, aunque, por dentro, no podía evitar sentirse impactado. Muchas dudas asaltaban su ya perturbada cabeza. Por otro lado, permanecía, a su lado, demasiado tranquila. ¿Sabrá algo que él no? ¿O simplemente le sigue el juego, para ir hasta el fondo del asunto?
-Muy bien-, dijo el hombre. -Escuchen atentamente. Ustedes han venido aquí en calidad de invitados, cosa que no siempre se estila en el templo. Seguramente ustedes ya habían oído hablar de la Cueva del Chivato. ¿es cierto?-.
Miranda y Ángel respondieron que sí. Continuó el hombre.
-Y si han venido hasta acá, eso quiere decir que tuvieron alguna intuición sobre su vigencia, pese a su leyenda mal contada en el mundo profano. El mismo hecho de que hayan podido acceder a la cueva significa que pudieron sortear el primer obstáculo: la incredulidad en el misterio.
Pues bien, buscadores del misterio, regocíjense ustedes mismos por estar acá y ser testigos de lo que vendrá, pronto-.
El hombre se tomó el tiempo para permanecer en silencio. Estaba poniendo a prueba la paciencia de sus invitados. Era parte de su proceder.
-Aún veo que están perturbados e inquietos. Sobre todo, usted, caballero. Me temo que usted fue el primero en intuir que podía usted encontrar algo valioso, algo luminoso en esta cueva, ¿no es cierto?-.
Ángel respondió que sí.
-Y esos archivos que tiene entre sus manos, ¿usted los sacó de algún archivero secreto?-.
-Sí, el de la Sociedad de Escritores.
-Ya veo. Entonces usted aprovechó la filtración pública de los documentos para su investigación-.
-Así es, por eso mismo estoy acá. Me mueve la verdad, y nada más que la verdad.
-Me parece, pero dígame ¿sabe usted lo que es la verdad, realmente? Veamos si su amiga puede responder eso por usted-.
El hombre entonces, se dirigió a Miranda, para que pudiera contestarle.
-¿Sabe usted lo que es la verdad?-.
-No conozco la verdad, por eso mismo estamos acá, para conocerla-.
-Quieren conocer. Muy bien, mis invitados. Entonces veremos sin son capaces de comprenderla-.
Volvió a sonar de fondo la música ambiental, esta vez, una sinfonía de Stravinsky. El hombre del Ala Rota se quitó lentamente la máscara y descubrió su rostro.
VI
Grande fue la sorpresa cuando vieron a la cara del hombre. ¡Era idéntica a la de Ángel! Miranda quedó paralizada. Ángel permaneció frente a él, sin palabras.
-Creo que ya te he visto antes-, murmuró Ángel.
-Es él-, mencionó Miranda. -¡Es él!, exclamó de repente.
Ángel recordó que, luego de ver por televisión la presentación del libro de su compañera, se le aparecía en pesadillas la imagen de aquella pareja de poetas porteños protagonistas de un crimen pasional que impactó a toda la Sociedad de Escritores. Dicha imagen volvió ahora, y Ángel, de pronto, se vio así mismo, confrontando a Miranda en una plaza nocturna, en un Valparaíso alterno, convertido en mitología, dentro de ese plano de realidad.
-Comprendo cómo se sienten, pero deben saber que todo tiene una razón. Me presento: soy Salvador, maestro de la logia hermética de los Poetas-.
Así, el Hombre del Ala Rota reveló su verdadera identidad.
-Ahora, como ya tuvieron la oportunidad de conocerme, daré por iniciada la ceremonia-.
En ese momento, Ángel y Miranda miraron hacia todos lados, intuyendo que se acercaban más personas a la morada. De un instante a otro, fueron ingresando en orden otros invitados enmascarados y vestidos de forma elegante. Eran los suficientes para rodear la morada. Ante la señal de Salvador, extendieron sus manos y las colocaron cerca de su cuello.
-Muy bien, señoras y señores, mis queridos poetas-, afirmó Salvador, no perdiendo de vista a sus invitados estrella.
-¿Poetas?-, se preguntó Ángel.
-Creo que puedo reconocer a algunos. Eran invitados a formar parte de la cofradía. Algunos no querían ir; otros se quedaban compartiendo con los anfitriones hasta tarde, y luego recibían una tarjeta con una contraseña, una palabra clave. Lo sé, porque a mí también me la ofrecieron-, le respondió Miranda a Ángel.
-Entonces ya sabías-.
-Sí, lo sabía, pero entiende Ángel, era necesario infiltrarme para saber la verdad-.
Ángel quedó impactado con los dichos de Miranda, aunque siguió estoico, aguardando el comienzo de la ceremonia.
-Mis queridos poetas. Estamos aquí para honrar la Gran Obra de la Creación, el Creador que, con su palabra eterna, le dio aliento y ritmo a la vida y a cada una de sus manifestaciones en este plano material. Bien sabemos todos que la poesía es la verdadera voluntad de vida, y como toda voluntad, está sujeta al cambio. Ella vive en el constante devenir. Por lo tanto, honramos la palabra como también honramos la voluntad de cambiar aquello que tiene que cambiar. La Obra misma del Creador es el ciclo irreversible de la vida. Así, su obra, su poiesis también se manifiesta hoy, en el exterior, fuera del templo, en nuestra ciudad. Poetas, por favor-.
Ante su llamado, los poetas se pusieron a la orden y bajaron los brazos. Tales fueron las palabras de Salvador, dichas en un tono solemne. Afuera del templo, se escuchaban, mientras tanto, los alaridos de la gente y el ruido de la urbe, manifestándose de manera bélica.
-Que las enseñanzas del Colegio Invisible en el albor de los tiempos, nos sean aprendidas, nuevamente, en esta era. Y que Su Voluntad se haga con la Palabra-, sentenció Salvador.
-¡Que así sea!-, respondieron, al unísono, los poetas enmascarados en la tribuna.
-No puedo concebir que el desastre de nuestra ciudad, la descomposición que está ocurriendo afuera, toda esa violencia sea concebida como voluntad poética-, dijo Ángel, indignado, aunque tratando de no ser escuchado, por miedo a ser rebatido por los presentes.
-Miranda, no es esto lo que nosotros entendimos por la voluntad de la poesía. La poesía siempre fue para nosotros un lenguaje virtuoso, en armonía con el orden, y no esta pulsión de muerte desatada en las calles-.
Miranda lo miró, preocupada, tratando de disimular ante el resto de los poetas allí presentes y frente al maestro.
-Ahora, poetas, luego de nuestra introducción, atiendan la siguiente parte de la ceremonia. Nuestro invitado, junto a su compañera, responderán algunas preguntas, con tal de escuchar lo que tienen que decir y así saber en qué forma sintonizan con nuestra sagrada Obra-.
Ángel miró a Miranda, nerviosamente. Ella, en cambio, pese a su preocupación, parecía mucho más serena. El maestro se dirigió a Ángel.
-Diga usted, ¿quiere seguir aquí su misión personal, con tal de que sirva poéticamente a la causa de la orden, como sus compañeros, y combata enérgicamente todas las cosas que se hacen en contra de la voluntad de cambio y todas las pretensiones que se dirijan contra el espíritu poiético de nuestra Sociedad?
-No, respondió secamente Ángel.
Miranda lo observó, de inmediato, intrigada.
-¿Cree usted en la poesía?-.
-No se cree en ella, se crea-.
-Limítese a responder sí o no, señor-.
-Sí.
-¿Cree usted en el orden y en la patria?
-Sí.
-¿Sería capaz usted de servir a estas ilusiones perversas del sistema de control y de sacrificar a ellas su pasión por la poesía?
-No se trata de eso, la poesía también puede servir al orden…
-Limítese a responder sí o no-.
-Protesto, señor.
-Entonces no está seguro.
La tensión se incrementó conforme Ángel le respondía a Salvador. Todos en la morada permanecían expectantes. Detrás de las máscaras, se escuchaban murmullos indescifrables. Miranda no podía creer lo que había hecho Ángel: se había revelado contra el maestro. Miranda ocultaba, en el fondo, su simpatía por la causa de la asonada. Para ella, la asonada representaba el espíritu de cambio necesario, la voluntad poética manifiesta en la ciudadanía, y no una simple maquinación del poder en las sombras, como lo creía Ángel, siempre desconfiado del resto, siempre intuyendo en las palabras de los demás su lado virtuoso, aunque también, su penumbra.
-Creo, sinceramente, Ángel, que usted se miente a sí mismo. Usted no puede simplemente profesar la poesía y, a la vez, aferrarse a un viejo orden de cosas. La poesía es voluntad de cambio-.
-Pero también es la tradición, es la voz de los antiguos-, contestó luego Ángel, desafiante, para sorpresa de todos los presentes.
-Luego usted es un iluso-, replicó Salvador-. Usted no tiene el mundo suficiente. ¿No sabe acaso que está viviendo en un país donde nadie puede vivir en el orden, que los valores en los que se cimentó su antigua República apenas valen como entelequias, que, de un tiempo a esta parte, reina la injusticia, y que el orden antiguo sobrevive como una ruina de una época enterrada?
-Puede ser-, dijo Ángel, concediéndole un punto al maestro, -pero yo no especulo con la mentira ni con una narrativa engañosa, ni tampoco quiero combatir al injusto con la violencia política. Precisamente, porque yo no especulo con una narrativa engañosa, es porque yo sigo la poesía, y la poesía es también lo trascendente y lo antiguo, el equilibrio, la integración de la sombra, el respeto y la obediencia-.
Un silencio rígido se apoderó de la ceremonia.
-Lo que está ocurriendo allá afuera de la cueva no es la voluntad de cambio real, no es la poesía manifiesta, no es la libertad del espíritu, es solo otro relato tendencioso, otro ardid para consolidar el sistema de control, otro orden con un fin amable, pero con un método traicionero. Lo he visto ya, en otro tiempo, en otra realidad. Lo habrán visto ustedes acaso, los aquí presentes, en la historia del siglo XX, incluso más atrás. ¿Cómo acaba todo aquello que se sacrifica en nombre de ideales rimbombantes? Bajo un reguero de sangre. Nuestra civilización, me temo, está siendo cimentada, una vez más, bajo un reguero de sangre, envuelta bajo el terror, rimando disonante con palabras que ya han perdido su sentido-.
El silencio en la ceremonia continuó. Miranda observaba a su alrededor cómo los poetas invitados murmuraban entre ellos de manera cada vez más inquieta. Salvador, luego de escuchar atentamente a Ángel, tomó la palabra. Aplaudió, y así también lo hicieron los poetas invitados.
-Muy elocuente, Ángel. Muy digno de un poeta. Me siento avergonzado de haber subestimado sus intenciones. Qué lástima no poder contar con su presencia en nuestra logia. Habría sido un excelente orador. Pero está bien. Me temo que usted ya ha tomado una decisión, de manera libre y soberana, y no piensa unirse a nuestra casa. Créame que su comprensión de la poesía es deudora de nuestro propio espíritu. Sin embargo, los cambios profundos en nuestra sociedad son necesarios y ya se están precipitando, muy por encima de nuestras propias aspiraciones y lecturas subjetivas. El tiempo apremia. Usted vino por la verdad, y aquí le entregamos la verdad. Si quiere ahora retirarse, está en todo su derecho. Pero entienda que no podrá volver jamás a la caverna ni tampoco revelará su secreto al exterior. De lo contrario, no habrá un mañana.
-¿Es acaso una amenaza?, preguntó Ángel.
-Tómelo como una invitación-, contestó Salvador, con elegancia y con firmeza.
-Pues buscaré otras formas, otras palabras para entender la verdad. Nada ha acabado de decirse, todavía-.
-Vaya, pues, con su verdad-, dijo secamente el maestro. -Guardias, por favor, escolten al caballero y a la dama, hacia el exterior de la cueva.
Ángel y Miranda se levantaron de la mesa, rápidamente, temiendo que esos guardias fueran a su encuentro, con otras intenciones, así que arrancaron de la ceremonia. Los poetas invitados habían desenvainado unas espadas, apuntando hacia el centro de la morada, donde había dibujado un Sol Negro.
VII
Los poetas fugitivos corrieron lo más que pudieron, tratando de adivinar el camino de regreso. Agitados, en la penumbra de la Cueva de Chivato, se desplazaron con todas sus fuerzas. De pronto, Miranda se detuvo.
-¿Qué haces, Miranda?-, preguntó Ángel.
-Lo siento mucho-.
-¿Qué estás diciendo?-.
-Cuando estábamos allí adentro, me di cuenta de todo. Creo, Ángel, que nuestros caminos son muy distintos. Créeme que siempre quise que comprendieras el sentido de todo esto. Te ayudé en tu búsqueda, en tu celoso entendimiento de la poesía y de la verdad. A pesar de todo, te seguí en tus obsesiones. Pero ya estoy cansada, cansada de seguir conservando un fuego a punto de extinguirse. Necesito certeza y Salvador la ofrece.
Las palabras de Miranda calaron hondo en Ángel. Por dentro, quería convencerla, desesperadamente que viniera con él, que faltaba poco para cicatrizar las heridas de un tiempo disociado y encarnar el mito de una posibilidad remota, la posibilidad de un amor pleno en una época virtuosa. Sin embargo, era demasiado tarde. Sabía que era la hora de apurar el paso. Lo que ella entendía como el incendio del tiempo, él lo entendió como la conservación del fuego, y Miranda prefirió incendiar su tiempo.
Ángel se enfrentó a la verdad que amenazaba con destrozarlo. Miranda, su musa y cómplice literaria, no solo ya conocía la existencia de la logia dentro de la cueva, sino que también sabía del vínculo entre Mendoza y Salvador, más allá del plano de realidad en el que se encontraban, en aquel tiempo mítico que solo tuvo lugar en su universo interno. La razón por la que Miranda acompañó a Ángel en su búsqueda era para precipitar su conversión.
Ángel se echó las manos a la cabeza para no perder el poco de cordura que le quedaba. Exigía explicaciones, en medio de la incertidumbre.
-Miranda, ¿Cómo pudiste ocultarme tu conexión con este lugar? ¿Cómo pudiste engañarme de esta manera?-, dijo Ángel, con incredulidad.
- Querido, fuiste tú el que me indicó el camino ¿recuerdas? Yo solo fui tu compañera en tu propia búsqueda. La Cueva del Chivato siempre fue parte de nuestra propia historia, una historia que te han permitido creer que escribías por ti mismo-, afirmó Miranda, con un gesto frío.
-Pues supongo que es un adiós-, afirmó Ángel, resignado.
-Supongo que sí-, dijo Miranda.
-Tendré que recordarte, para primero olvidarte. Pasar por el corazón, y ahora mi corazón me empujará lejos de este lugar-.
-Adiós, Ángel-.
Miranda se devolvió rumbo al fondo de la caverna. Su figura se perdió junto con el abismo que estaba formándose.
Ángel, abrumado por la traición, se dio cuenta de que su amor, su musa, había sido una cómplice más, una agente encubierta detrás del velo de las conspiraciones, como tantos otros que le habían dado la espalda.
Caída su carrera meteórica en las letras, revelado el interior de la caverna y todas sus piedras brutas, solo le restaba a Ángel el sueño, y para el sueño tenía que volver a su realidad profana. Huyó de la morada, rumbo al exterior, mientras era perseguido por imbunches y criaturas cornudas semejantes a chivos. De fondo, sonaba la pieza musical Kosmogonia, de Penderecki. Hacía mella en sus sentidos. Su cuerpo, conmocionado, estaba al límite de sus esfuerzos.
Cuando por fin logró alcanzar la luz, no pudo creerlo. Había regresado a la ciudad, pero esta se encontraba en perfecto estado. Uno de los transeúntes que por allí pasaban lo vio como ido, y fue en su ayuda.
-¿Está usted bien?-
-Dígame ¿qué año es?-, le preguntó Ángel.
-2019-, respondió el sujeto.
Ángel soltó una mirada perdida y siguió su camino. Volvió sus pasos hasta una placa conmemorativa, donde, para su sorpresa, se dejaba leer el siguiente nombre: Espelunco.
En ese momento, pasaron por su mente escenas fugaces de sus viajes existenciales, sus recorridos a través del puerto, sus noches poéticas, el caos de la asonada. Todo, todo había sido trastocado. Todo formaba parte de un universo que ya no tenía lugar en su historia. El reino del orden nuevo se materializó ante sus ojos. Atacado por la contundencia de la realidad, Ángel se dejó caer al suelo, llorando desconsolado, mientras algunos transeúntes miraban pasmados y la paz ciudadana acudió a socorrerlo.