miércoles, 27 de diciembre de 2017

Un segundo ejército de termitas aladas arremete una vez que prendo la luz de la ampolleta del techo al llegar tarde. Aparecieron nada más comenzado el Verano, y durante el día se supone que se refugian entre las grietas y los entrecejos de madera. No dejaban de revolotear alrededor de la luz artificial. ¿Por qué harían ese baile desagradable? Según lo que leí, se trataba de un ritual de apareamiento. Los que están dispuesto a copular botarían sus alas. Eso explicaría que en la mañana, la sábana amanezca llena de alas desprendidas. Serían nada menos que los residuos de una noche de pasión a costa de su huésped solitario. Criaturas sarcásticas que festinan en territorio ajeno mientras otros se encuentran en su séptima pesadilla. El hecho es que apago la luz de la ampolleta al llegar, y las termitas se confunden con la oscuridad. Desaparecen. Entonces, prendo la luz de la ampolleta del velador. Allá llegan ellas, de manera refleja, a cazar esa luz sin tocarla (porque eso significaría la muerte) y montar a su alrededor otro de esos vuelos nupciales bajo la cortina. Sin quererlo, van cayendo una a una cuando, en su desesperación o en el clímax de sus movimientos, tocan sin remedio el borde de la ampolleta, candente, mortal. Así que, para rematar, apago la luz del velador y prendo la del computador. Las pocas sobrevivientes que restan a aquel ritual funesto, se acoplan rápidamente a la pantalla como si con eso pudieran revivir o perpetuarse, encima de una luz que no proyecta otra cosa que un simulacro. Increíblemente, con esta luz no mueren. Se hallan a gusto en la luz fría de la pantalla. Han dejado a un lado el baile desenfrenado de la vida y parecen finalmente descansar sobre la pantalla, cayendo al piso, cansadas o tal vez solo dormidas, soñando no se sabe qué cosa.