viernes, 12 de septiembre de 2014

¿Qué importa quién habla?

Resulta absurdo en plena época digital la presencia preponderante de nombres en materia de escritura. La autoría intelectual fue un derivado burgués, fue el engendro de Gutemberg que reclamaba derechos individuales por sobre la obra que pertenece siempre a la colectividad ¿Qué importa quien habla? es la premisa de Mallarmé, la creación de un libro total, una integración con el Uno... tiene en cierta forma su derivado posmoderno en la red. El universo del lector se amplía, la muerte de Dios implica la muerte del autor. Por eso mismo cabe ser francos y responder ¿cuánto aporta realmente un nombre propio a la obra? No resulta sino de una relación material de pertenencia. Hasta en el Quijote se avizora ya esa burla respecto a la incertidumbre de alguna suerte de autoría como título nobiliario, tragicómica como la pregunta sobre el origen. Existen textos que apelan directamente al anonimato, un contrabando escritural, obras huérfanas y auto suficientes que solo en el lector cobran el valor que reclaman. Pero también los textos hallan su frontera a través del baile de los perfiles, de los heterónimos, tenemos el caso de Pessoa en sus cartas, en esa apuesta surge la posibilidad de asfixiar al yo mediante su multiplicación. Ese quizá sea el rosario de los textos que ya no obedecen a ningún autor como genio, la obra y su armonía caótica, oriental, con la lectura, siempre múltiple y libre: "Me he multiplicado, para sentir, para sentirme, he necesitado sentirlo todo, me he transbordado, no he hecho sino extravesarme, me he desnudado, me he entregado, y hay en cada rincón de mi alma un altar a un dios diferente".