viernes, 12 de julio de 2024

Penumbra de provincia IV: La flor del tiempo abierta

I

Una tarde, mientras Ángel y Miranda paseaban por aquella Isla opaca (donde residía un antiguo vate), el ocaso envolvió el cielo. Sentados sobre unos roqueríos, de cara al mar, se quedaron mirando el espectáculo. Ángel la tomó de la mano con ternura, pero sus dedos temblaban con el viento helado de julio.

—No sé si seamos capaces de resistirlo, Miranda. Lo que se viene. Tenemos que estar muy seguros-

Miranda soltó una lágrima. Ambos tenían un secreto que debían revelar, un misterio incomprensible escarbando en su historia o tal vez en sus vidas pasadas. Se conmovieron por la sola posibilidad de no consumar su amor en el futuro. Sin embargo, la búsqueda de aquella verdad era irrenunciable. A como diera lugar, debían hurgar en aquel crimen de aquella pareja que amenazaba su presente, cual aparición fantasmagórica a través del tiempo.

La última noche llegó con una quietud sepulcral. En el malecón donde las olas besaban la orilla, Miranda y Ángel se enfrentaron a un destino inexorable. Las lágrimas parecían poblar el mar nocturno de aquella Isla.

—Quizás en otra vida, en otra época, no en esta, haya tiempo para nosotros—susurró Ángel, mientras miraba a Miranda y acariciaba su rostro.

Miranda asintió con la tristeza de quien sabe que el amor está condenado. La búsqueda que estaba dispuesta a emprender con Ángel la llenó de nuevos bríos, aunque no podía ocultar su intriga. Era demasiada la incertidumbre. Se abría ante sus ojos un camino tortuoso, uno que ni sus versos ni metáforas podían articular.

Volvieron a la cabaña a través de ese paraje helado. La Isla fue testigo de su pacto y de su propósito. Esa noche ardieron bajo una llama intensa, pese al frío invernal. El ocaso los envolvió y las sombras rodearon a la pareja, que se consumía en su propio fuego de pasión.

Al otro día, con la escarcha de la mañana, se levantaron para volver a caminar rumbo a otra ruta próxima a una costa repleta de árboles. El mar era el telón de fondo, el gran escenario que rodeaba sus circunstancias, el gran vigía de sus pasos perdidos.


II

Valparaíso, aquella ciudad sin tiempo, aquel puerto en que nunca terminaron de encallar, yacía en ruinas bajo un cielo que presagiaba el ocaso de un mundo que presentían haber conocido, en otro plano, en otra vida.

-Yo soñé con esta ciudad, Ángel-, dijo Miranda, intrigada. -Es la misma que soñé en mis sueños de pequeña. Pero también imagino lo que tú imaginas. La violencia, algo como una sordera, algo muy feo, una herida, una herida llena de sangre-.

Ángel caminaba entre los escombros que alguna vez fueron esos callejones laberínticos. El aire estaba cargado con una sensación metálica. Algo similar a una maquinaria invadía la atmósfera imaginaria de la ciudad.

Los edificios antiguos se alzaron como tumbas gravitales. Las calles aledañas estaban cubiertas de un polvo gris, un polvo que inspiraba el tono de aquellos años de elegancia y romanticismo. Ángel avanzaba a paso lento por ese entorno. Lo encontraba espeluznante y, al mismo tiempo, nostálgico.

Algo se retorcía en su interior. La debacle de la ciudad se manifestaba también en sus entrañas. No era su historia, pero algo en esa destrucción le movía por dentro. Estaba conectado con lo que allí pasó. Aquella herida de la que hablaba Miranda. Aquella herida que parecía abrirse en el tiempo como una flor carnívora.

La flor parecía haberse devorado los sueños de ambos. Era como si Valparaíso hubiera sucumbido a una fuerza desconocida o, tal vez, a sus invasores eternos. Las sombras de los transeúntes que por allí pasaron se proyectaban en los muros de los rincones.


III

Ángel y Miranda llegaron a lo que parecía un bar, el mismo bar que en su anterior viaje visitaron para continuar en su búsqueda. De aquel bar solo sobrevivió la fachada. Se sentía por dentro una vibra enigmática, como la de aquellos versos recitados en otro tiempo, en otra época por aquella pareja de poetas que -con presencia etérea- amenazaban con perturbar su memoria sin retorno.

Siguieron caminando a través del extinto plan. De repente, entre las sombras proyectadas en las paredes, Ángel vislumbró unas figuras, unas sombras en movimiento entre las ruinas, como unos espectros que emergían del polvo pretérito de aquella época de convulsión y embriaguez. Miranda se quedó pasmada, mientras que Ángel se acercó con cautela. Los espectros permanecieron estáticos durante unos momentos en una esquina de la vieja Plaza de la Victoria.

Tan pronto como los amantes avanzaron hacia su encuentro, se escucharon gritos ensordecedores, seguidos de sollozos. Venían de todas partes y envolvían la escena entera. Los espectros volvieron a escabullirse y algo como una ráfaga helada azotó el rostro de los amantes, dejándolos inconscientes. Al volver en sí, ya estaban en otra parte. Regresaron a los roqueríos de aquella Isla opaca, pero comenzaba a amanecer

Tanto Ángel como Miranda se miraron. Sin embargo, sus rostros eran distintos. Ya no eran ellos. Eran otros.

—¿Te das cuenta todo lo que tuvo que pasar, para que por fin estemos en este momento, aquí y ahora, tú y yo? —le dijo la mujer al hombre.

-Así que esto era. Siempre se trató de nosotros-, contestó él. La sostuvo de la mano, y miró nuevamente al mar.

El mar se alzaba prístino. Ya no le temían. Él temblaba ante ellos.

Se habían tocado, en ese punto, los espectros de aquella ciudad ruinosa y los corazones de los amantes, divagando en una realidad alternativa a la de aquella historia trágica: la de los poetas misteriosos de sus ensoñaciones. La flor carnívora volvió a abrirse, y el tiempo los devoró a ambos, nuevamente, en un ciclo perpetuo.

Metáfora de contingencia

El alza de la luz no producirá estallidos.