martes, 18 de diciembre de 2018

Una amiga me acaba de enviar por wasap un audio sobre un auto que arremetió contra manifestantes en la Sotomayor. Tres personas heridas y una grave, según consta en el registro. El testigo pedía por favor correr la voz y difundir la noticia. El último mensaje de la amiga, antes de desconectarse, decía "Terrorismo de estado".
El domingo retiraron la impopular y malograda pasarela de Bellavista. Se encontraba cerrada hacía años y, según cuentan, ya se estaba transformando en un verdadero antro público justo sobre el sector de Errázuriz. Además, me acuerdo que, por motivo de su cierre, no faltaban los carajos que se subían a la mala durante la noche para dar jugo y hacer otra clase de chanchullos (droga de por medio), cuestiones que La estrella denominó claramente como "incivilidades". Por otro lado, debido a la gran altura de las escaleras y a la distancia de la pasarela con respecto a la calzada, no tenía mucho sentido transitar por ahí. Era, de hecho, más rápido cruzar por debajo, simplemente esperando el cambio de semáforo. Pero esta falta de funcionalidad en la pasarela no se debía solo a un error técnico, sino que a una procrastinación en la logística general de un proyecto que acabó por ser clausurado, puesto que la idea original consistía en conectar esa pasarela con el sector de los recintos portuarios, cosa que, finalmente, nunca llegó a buen puerto. La clausura la había hecho ya el guatón Pinto por allá en el año 2003, pero no fue hasta hace poco que se optó por retirar de una vez por todas la infame e icónica estructura. O sea, en un lapso de casi 15 años, la pasarela pasó de ser un paseo frustrado a volverse la representación viva de una iniciativa hecha a medias, a partir de la cual, merced a su abandono y a la mediocridad de sus autores intelectuales, se generó un caldo de cultivo para el despropósito que tanto simboliza el imaginario de nuestro decadente patrimonio. No faltará el porteño que, sin embargo, comenzará a romantizar el fiasco arquitectónico tan propio de la idiosincrasia de ese "Valpo way" en que las cosas siempre operan de una forma errática o de un modo inexplicablemente excéntrico, forzando el sentido común de tal manera que eso empieza a naturalizarse y a conformar el paisaje habitual del plan, la cuota de encanto de una ciudad en la que ya se sabe que predomina un constante "chipe libre", que con los años y con los pasos no hace más que agudizarse. Pese a todo, hay algo en aquella pasarela fuera de lugar que nos retrotrae a aquellas salidas de madre en que todo se descontrolaba, la imagen cruda de la falta de dirección pero también del exceso de libertad. Basta pensar en aquellas entrañables fiestas de año nuevo, donde no faltaban los figurones que se subían a la pasarela como si se tratase de subir a algún trono prohibido para coronar el sentimiento de desenfreno, arrojando botellas al vacío o bautizando en lo oscurito la obra en nombre del amor, incluyendo a la sazón unas cuantas líneas y jales. La impronta dadaísta de aquella pasarela, hostil en su carencia, ilógica hasta decir basta, aunaba en sí misma la mentalidad indolente de las autoridades de turno y la personalidad desinhibida pero, por eso mismo, caótica, acaso desencantada, de los personajillos que aún abundan y que hacen de Valpo el pandemonio civil que es y que sigue siendo, la mescolanza de colores vivos, de líderes neutros y de sombras bohemias que se dejan conducir todavía a través de unos espacios sin otro atractivo que el peligro y sin otra leyenda que su propia levedad.