sábado, 3 de noviembre de 2018

Ya no recuerdo en qué momento de la conversación ella decía haberse acordado de una frase muy famosa, una relacionada con cerrar el pico y quedarse piola como lección de sensatez ante el riesgo de hablar de más y quedar de pedante o de ignorante. Parece que fue cuando salió a colación el tema sobre ciertos colegas del área de salud que creen dar cátedra en ciertos ámbitos que no manejan del todo bien, pero que lo hacen simplemente de metiches, para meter la cuchara. Estaba seguro de la versión definitiva de aquella frase, pero se me había ido en collera la referencia, al punto que terminé dándole una interpretación un tanto atropellada: "Mejor quedarse callado y parecer estúpido que abrir la boca y despejar cualquier tipo de duda". Ella al principio no entendía de dónde venía esa frase tan renombrada. No había hecho la asociación necesaria o más bien mi versión no le convencía de todo. "Andas a lo Chapulín Colorado", aseveraba risueña, mientras me veía dándole una vuelta más a la frase con tal de reestructurar su sentido original. La frase que ella recordaba, decía, no tenía nada que ver con la boca ni con la estupidez. Tenía que ver con el saber. El punto es que ni ella misma sabía a qué frase se refería, si acaso era la que yo tenía en mente o más bien era otra sacada de todo contexto. Rendido ante la escasa memoria, recurrí a google para confirmar la certeza sobre mi versión de aquella frase indecible. Y claro, la frasecita en cuestión era la clásica "mejor callar y parecer tonto que hablar y demostrarlo", solo que en ciertas fuentes apócrifas aparecía atribuida indistintamente a Groucho Marx y luego a Mark Twain. Seguí buscando, en el instante en que ella se bebía un sorbo largo de cerveza y revisaba su celular. Al final, la versión más similar a la que había elucubrado era "mejor estar callado y parecer tonto que hablar y despejar las dudas definitivamente". Luego, más abajo en los resultados de búsqueda, di con una tercera versión, "mejor tener la boca cerrada y parecer estúpido que abrirla y disipar la duda". En esta última, se señalaba que Groucho habría reinterpretado los dichos originales de Twain y que, a su vez, este habría rescatado la cita de algún proverbio japonés. Con esta esclarecedora tercera versión en mi poder, decidí mostrársela para que viera que, después de todo, sí estaba en lo cierto. “¿Ves?” le dije. “Sí tenía que ver con la boca y con la estupidez”. Ella leía la frase con detenimiento, con la boca engullida de reineta, como si se estuviese tomando su tiempo para digerirla en silencio, al tiempo que su boca estaba demasiado ocupada. Tragó entonces de un tirón el último bocado y confirmó con sus propios ojos la evidencia: “Está bien. Ganaste”, dijo. “De todos modos, era algo que ya había pensado antes”. Sonreímos. Ambos nos quedamos piola. La cuestión se había hecho tensa en un pequeño juego semántico, pero la duda se había disipado al fin. No quedaba otra cosa más por decir, así que pedí la cuenta. Ella sacó rápidamente de su billetera su parte del monto. Yo, la mía. No hubo réplica en todo lo que duró el proceso. Entonces, al rato, nos despedíamos con aplomo. Ninguno de los dos quedó de seguir hablando.