miércoles, 10 de enero de 2018

Ya se ha hecho costumbre ir a puro vitrinear a la feria del libro y no derechamente a comprar. Es la tónica del lector marketing. Va y pasea por los puestos como quien va y cotiza el último artículo de moda, o como a quien le basta con hojear y admirar la portada del ejemplar en mano. Es la libertad del consumidor, del "business reader", o debería decirse, lector. Uno mismo no se ve ajeno a esa dinámica un tanto incómoda para los libreros, que miran de reojo ese actuar agazapado de indecisión o simplemente de tacañería. Hubo hoy, sin embargo, una excepción honrosa. En una novela de un puesto de narrativa local, se dejó leer un epígrafe al voleo: "Aunque suene cruel, debo decirlo: tampoco eres lo que lees". El epígrafe pertenecía al libro "La sombra del rizoma" de Luis Allende. Compra inmediata, con la venia del propio escritor en el stand. La lectura al paso tiene también sus momentos, sus coincidencias oportunas.

A ghost story



Nada es lo suficientemente real para un fantasma, decía Lihn. Martínez a su vez afirmaba que el universo es el esfuerzo de un fantasma para convertirse en realidad. Ambas frases poéticas, que podrán sonar en un principio contradictorias, resulta que evocan el dilema clásico entre lo que está presente y lo que está ausente, y el vacío existencial que se deriva de ese dilema. A ghost story de David Lowery sería la película que encarna con sentimentalismo y recogimiento ese vacío. Se trata nada menos que del fantasma clásico, envuelto en una sábana, pero lejos del terror, del horror manifiesto en la mirada del otro, se representa en el alma en pena de quien aún no pasa al otro lado y no abandona el plano material por estar aún aferrado a algo que amó o a algo que siente que debe o que quedó inconcluso en vida. 

En A ghost story el fantasma es el protagonista de su propia trama más allá de la muerte, la trama sobre una vida que ya no habita, y que solo contempla con nostalgia e impotencia. De esa forma permanece en el lugar donde mora aún su novia, siendo testigo del tiempo que pasa a través de ella pero no a través suyo, estando pero no estando, vagando su alma en otro plano parecido a la nada, desde el cual solo puede observar y reincidir tímidamente, sin ser jamás sentido. El tiempo es el que corre implacable, todo a su alrededor sufre su embate, menos él. A pesar de la parquedad del fantasma, uno logra dimensionar su soledad y su angustia. No hay mayor soledad de la que aquello que es eterno, pareciese susurrarnos a escondidas la película. 

Uno de los tantos habitantes de la otrora casa del fantasma se saca un monólogo que rima peligrosamente con la premisa de la fugacidad de la vida misma. En él explica que incluso hasta la Novena Sinfonía de Beethoven acabará siendo olvidada en un futuro remoto donde ya no vaya quedando rastro de la cultura humana, y todo cuanto pretenda sobrevivir en forma de recuerdo o de legado para la posteridad sufrirá un destino similar, palabras nihilistas que de inmediato me remitían a las dichas por Bolaño respecto a la supuesta inmortalidad del Quijote y de Shakespeare. Pero, dicho sea de paso, esa visión en la película no manifiesta un ánimo tremendista sino que uno profundamente ensimismado. Aquí en el fantasma todo, tiempo, vida, muerte, implosiona. Sufre su propio ciclo de eclosión. El fantasma ya no distingue entre pasado, presente, futuro, simplemente está ausente de cuanto le rodea pero presente en su propia nulidad, en su falta de mundo, en su memoria sin cuerpo. Solo estará tranquilo cuando consiga aplacar aquello que lo tiene aún atado a ese mundo sin materialidad y solo con la energía de su duelo o de su deuda.

Es de ese modo, luego de un vagabundeo paranormal en el cual el fantasma experimenta el desastre mismo de la casa derruida, del edificio moderno instalado sobre ese desastre, y del pasado de sangre sobre el cual se instalaría la propia casa, que se asiste posteriormente al momento de la revelación en el que se confronta consigo mismo en vida y a su pareja, y en el que busca leer el secreto escrito y escondido que le ayudaría a cumplir su ciclo espectral. Solo una vez que ese secreto se revela, el fantasma desaparece. En realidad nunca fue. El fantasma era tan solo la manifestación de algo inconcluso en vida, su esfuerzo invisible, sin presencia, solo bajo una trascendencia etérea. En este caso, tendríamos que los dichos de Juan Luis Martínez cobrarían sentido. Pero, si mirásemos bien, comprenderíamos que en verdad la película remata mejor y guarda mucha más relación con la lucidez de Lihn. Nada era lo suficientemente real para el fantasma del músico, ni el amor que se esfumaba frente a sus ojos, ni el mundo a su alrededor que era devorado por el tiempo, ni siquiera el fantasma de la otra casa, que él creía su propio reflejo, sino que lo único real era esa desaparición, el hecho de que la existencia es tan frágil como conmovedora, y que todo puede acabar como la puerta de la casa cerrándose infinitamente. En A ghost story no hay terror, solo una tristeza eterna, a la vez que una melancolía fantasmagórica. Nunca los fantasmas, luego de la película, fueron tan existencialistas. Lloremos con ellos aunque no los podamos ver ni sentir jamás.