jueves, 8 de enero de 2015



La escritura así como el arte, no necesariamente el más laureado y el con mayores favoritismos ni tampoco el más miserable ni desesperado, digo, aquello sin concesiones ni conciliaciones, siempre estará ahí para aguar las fiestas y los conceptos. No se trata del escándalo porque sí, no se trata de una rabieta rebelde de niño mimado ni de una iluminación tardía de yupi sudamericano; es la pretensión de abarcarlo, deletrearlo, absorberlo todo y deshacerse en el intento, una especie de zen asesino. ¿Qué pasaría si el público fuese en realidad una excusa, y todo no sea sino un montaje de la más ruin categoría, aunque estéticamente agradable, insoportablemente deferente, auto complaciente? A raíz de lo que dijo un compadre sobre el público, no hay inocencia en esa caravana, y ello no la hace especialmente mala, es simplemente cómo funciona: unos logran conseguir su repartija, otros simplemente desertan, esperan las migajas, los resultados de algún fondo, la leche barata de alguna vaca gubernamental o se quedan atrás. No puedes leer las intenciones. Hay quienes venden páginas y páginas de bilis y son besados de regreso; hay otros que ingenuamente buscan la pureza y son bañados de mierda. La gracia es hacerlo aunque no haya nadie, aunque haya que quedarse al final del show y recoger los platos rotos, y a riesgo de cortarse, arrojar esa sangre contra la nada como metáfora de tu vida.