sábado, 22 de abril de 2017

La convivencia

Cuando el 2 B se hallaba en hora de Matemáticas, la presidenta del curso entra a la sala y me llama. Me pide en la puerta si podrían hacer la convivencia que tenían preparada durante la semana para la hora de Lenguaje. La chica dijo que pensaban hacerla en hora de Orientación religiosa (hora que para ellos equivale a no hacer nada, al igual que la palabra convivencia), sin embargo, ni el director ni la secretaria lo admitieron. Como me vio cara de buena onda, la chica me lo pedía casi suplicante, de forma casi sobreactuada, en el pasillo durante el intersticio entre las dos clases. Como era de esperarse, acabé aceptando, rendido ante el encanto y el dramatismo de la chica. Pero, claro está, con ciertas condiciones. La primera era que la convivencia solo iba a tomar la primera hora de la clase. La segunda, que ellos mismos ordenarían todo para retomar la materia y el repaso para la prueba de la próxima semana. La chica aceptó sin más, de buena gana, con una sonrisa contagiosa, aunque con cierto dejo reflejado en el rostro seguramente por no conseguir que la convivencia cubriera estratégicamente las dos horas de Lenguaje.

Una vez que acaba el recreo, y ya dentro de la sala del 2 B, el curso había dispuesto la mesa del profesor a modo de mesa té club para la comida chatarra y las bebidas de fantasía. Algo de música ambientaba la velada. El aula de pronto convertida en el simulacro de alguna previa juvenil. Acudo a la mesa de buena gana, a la mesa que me corresponde pero no para enseñar nada, sino que para atacar el banquete del alumnado. Los alumnos proponen jugar verdad o reto. Entre charla y charla, comilona y desafío, la idea, a pesar de todo, se va diluyendo. Un alumno entra en confianza, seguramente habiendo conversado con los chicos de la directiva del curso, y me propone esta vez extender la convivencia por las dos horas. Le digo que no, que las condiciones ya se las había planteado a la presidenta del curso y ella las había aceptado abiertamente. Ante la negativa no les quedó otra que continuar y disfrutar lo más posible la convivencia. Se zamparon de ese modo lo que quedaba sobre la mesa, subieron el volumen de la música y rieron a borbotones. No paraban de entrar y de salir de la sala, temiendo que cada uno de los pasos fuera del aula fuese motivo de un escándalo inminente.

Ya pasada esa loca primera hora, increíblemente los chicos se pusieron a ordenar la sala y a limpiar los restos de la comilona. Les hice saber que lo podrían dejar para el recreo, incluso para una previa del fin de semana, tratando de buscar de ese modo un gancho de empatía. Una de las chicas pensó, después de todo, que no era tan mala idea reservar los restos de la pequeña convivencia escolar para la verdadera convivencia nocturna. Cuando ya todo el curso se hallaba de a poco en disposición de retomar la segunda hora de clases, ya sin aspavientos ni dispersiones, un cabro del fondo a la esquina me hace saber que debía agradecerles por la convivencia. Extrañado, le pregunté que por qué, a qué se refería. El cabro, ni tonto ni perezoso, me dijo que porque gracias a ellos me pagarían una hora de trabajo comida y bebida. En estricto rigor, según el cabro, esa hora de clases me la pagarían por haber sacado la vuelta de una manera festiva. Algunos compañeros le seguían la corriente. Les hacía gracia. Otros apenas le escuchaban, tratando de volver a enchufarse con el repaso para la prueba. Lo que decía el cabro, después de todo, era una verdad más allá de la regla. Aunque, por otro lado, se trató de una hora en la que el curso realmente se salió con las suyas. Una hora feliz.