viernes, 23 de diciembre de 2016

Una chica paranormal

La recuerdo de vez en cuando por sus propias palabras: “¿Cómo no nos vamos a ver de nuevo, si hasta te he chupado el pico?”. Fue, ciertamente, una noche sin precedentes. Le hice ver hace un tiempo, por mensajería interna, que uno de sus relatos se relacionaba con la parte de la herida, escrita por Manuel Rojas en Hijo de ladrón. De ahí una conexión que se fue dando merced a su poética simpatía. Regresaba a Valpo de tanto en tanto. Asuntos de familia. Me pidió que me sacara uno e iba a pegarse un pique por el plan. La primera vez fue demasiado abrupta. Un mero intercambio de saludos a cambio de su autógrafo. La segunda vez aquella dimos en la pileta de Neptuno de Aníbal Pinto. Subimos a un local llamado Mi Casa. Corría un viento huracanado, inaudito para ella, capitalina. Un perro era atacado por un sujeto, luego de ladrarle enérgicamente. Decía que el ataque fue innecesario, y completamente maletero. Ya en el local pedimos dos chelas. Señaló un cuadro de Marilyn Monroe a sus espaldas. Otro de Elvis más al fondo. Parecía el museo de la belleza mortal. Lo pintoresco puertas adentro, atraía acaso un sentimiento vintage, un deseo de volver a la vida a los muertos. Hablamos de ese modo sobre nuestras desventuras. Decía que su hermano se había perdido por más de dos días en Valpo, pero que luego regresó misteriosamente. No estaba muerto, andaba de parranda. “Le pasó por carretero”, decía ella. Estaba por terminar sus estudios de Terapeuta complementaria. De repente salió a flote el holismo, la teoría sobre el todo que es más que la suma de sus partes. Le hice saber detalles de mi ruptura amorosa. “Si quieres y te parece muy delicado no lo cuentes”, decía ella con tranquilidad. De todas formas insistí en contárselo, arguyendo que después de todo era algo catártico. A medida que recreaba los detalles, la figura de la ex desaparecía junto con la espuma de la cerveza y el humo de la conversación. De pronto todo adquirió su rostro, hasta que la transfiguración era completa y remataba con detalles sobre su proceso creativo. Insistí en que, como en uno de sus relatos, el absurdismo nos envolvía dentro de su manto, volviéndonos unos perfectos desconocidos pero a la vez inaugurando una complicidad, efímera pero ardiente como la colilla esfumándose entre sus labios. 

Después del brindis, le dije que quedaban un par de cogollos en la casa, que podríamos aprovecharlos antes de que se acabase el fuego. La noche se cernía sobre el plan. Era como la sombra que aguardaba cada esquina no con ánimo de peligro sino que de misterio, un misterio ciertamente agridulce, entremezclado de azar y de música. Le decía que Jaco Pastorius era uno de los más secos. Ella se inclinaba por Pat Metheny. Señalaba que su atmósfera era de otro planeta, como fumarse un “cerro de hierbas” y luego tirarse para no volver. Ya en la habitación, la onda era seguir carreteando. Fuimos por más chelas y cigarrillos. Me pidió que colocase a Charles Mingus. La luz tenue cerca de la ventana proyectaba el exterior, una superposición de casonas, oscuridad y tráfico, sobre todo, tráfico de estrellas a lo lejos. Mientras el jazz inundaba los sentidos, la improvisación de Mingus adquiría una atmósfera de locura. Una locura serena, en todo caso. La cama era como una especie de galería. El humo, una especie de testigo y de espíritu. Recorría el interior a medida que el saxo se deslizaba sobre su partitura. Su partitura primigenia. En el medio del solo, o lisa y llanamente ya bajando el humo, ella me pidió que la besara. Su solicitud excedía mi cuota de necesidad. De pronto nos hallábamos amarrados. Nuestro sexo como el saxo, recorriendo la partitura de los sentidos. Seguimos entonces, en ese ritual de notas y de lenguas. En un momento de tregua, con la luz apagada, ella se asomó a la ventana para fumar un poco. Entonces contemplo su culo, blanco, curvo como la propia luna, la única luna que quizá se dejaba asomar al exterior en ese escenario opaco. Lo único luminoso en medio de la desolada avenida. Lo movía al vaivén de la música y del humo que entraba. De ese modo, poseído, decido viajar a la luna. Una vez dentro, recorro su relieve. Indago poco a poco en su cráter, conciente de la incertidumbre de lo que hacía y de lo que sentía. La levedad nos hacía flotar, el espacio de repente se tornaba líquido, palpitante, como un corazón abriéndose a punta de estocadas, hasta que caíamos de vuelta a la galería, cada uno por su propio lado. Exhaustos, continuando el ritual, pero ya jadeantes, restándole gasolina a las revoluciones. En ese instante, comenzaba a sonar Coltrane. A love supreme. Le hacía ver que ese disco era el cúlmine de su carrera. Su concepción jazzística de la fe. Su musical forma de interpretar su devoción a Dios. Merced a la intensidad, la habitación se volvía un caos hermoso, una pieza jazzística de corte clandestino. Extrañamente, todo el resto del departamento permanecía oscuro, silencioso. Los vecinos parecían abstraerse. De pronto todo oscilaba entre el puro sudor y la contemplación más aguda. 

Después del éxtasis venía la calma. La plática post nocturna. La palabra. Coltrane dejaba su saxo. Nosotros el sexo. Me hacía ver en uno de sus relatos el tema de la herida, herida por la cual suelo recordarla. La intimidad a ratos tiene eso de melancólico. Una cierta pesadumbre posterior al acto, pero una pesadumbre en cierto modo serena, como la de los brazos después de la ejecución. Coltrane me entendería. Ella leía uno de sus relatos. No recuerdo si se trataba del relato sobre la Revelación. El asunto es que leía uno de sus relatos con toda confianza. Confiando en que la escuchase. Que vibrase con algún vaso comunicante. Alguna geometría producto de nuestra fricción. Me decía con cierta ternura pero también escepticismo, que ella era así, de esa forma, sin tapujos, que no lo tomase a mal. Al contrario. Cuestión que en ese momento palpé como un episodio mágico. Hasta me atrevería a decir, paranormal. Luego ella continuaba, desenvuelta, con su relato. Aquella vez se trataba de abrir el corazón. O simplemente de soltar, desenredar un poco la lengua. Exorcizar los demonios. La ceniza se acumulaba a su costado. Era la evidencia de una noche larga. De un fuego repentino. Leo ahora de nuevo su libro, intentando buscar una respuesta, o al menos un espejo, un portal hacia aquella noche. Doy con la Mudez, una de sus confesiones. Dice que “muchas veces se cansa de sufrir”. La frase me remite al coctel de pastillas que sostenía en la palma de su mano. Aclaraba que debía tomarlas. Que era parte de un tratamiento. Estaba sorprendido. Decía estar al límite. Y lo cierto es que los límites, en determinado momento, en su punto de máxima tensión, se tocan. Al punto de que no se puede diferenciar entre la cosa y el sujeto. Decía, en otra parte de su Mudez, que le gustaría que “sus palabras, que su mensaje fuese entendido y no juzgado”. E irónicamente, ella sí logró entender algo que uno mismo creía dormido: la pena. Me hacía notar que mis ojos la transmitían. Le decía por interno que era el amor. Sonreía. La ternura de lo que ya se ha vivido demasiado. No tanto por cantidad sino que por intensidad. Los libros, la lectura, por lo pronto, eran nuestra excusa. Nuestro hombre de paja. Su relato era nada más que el relato de su propia apertura. 

Al otro día, quedaba en el ordenador sonando un playlist infinito. El soundtrack silencioso después del show. Luego la caña ligera que ahogaba en un vaso de agua. Los vestigios del mambo. La ignición. Ella se levantaba desnuda, andando con desenfado por el living del departamento. Recordaba por la mañana el trabajo, el día nuevo dentro de la rueda de obligaciones. De esa forma, salíamos. Le hice saber que la antología de poesía que le había regalado era completamente suya. Al parecer lo tuvo en cuenta. Lo importante era que la tuviese y la leyese. Queda el encanto de la expectativa, la promesa del retorno, y su circularidad. Agridulce como la libertad misma. Ella tomaba entonces la locomoción de vuelta. La despedida de rigor y la memoria. Pienso en las palabras de Manuel Rojas cuando dice, en su legendario capítulo, que la herida, nuestra herida, es lo único que, una vez abierto, puede ser leído y conservado. Con dolor y placer. Una misma cosa.