martes, 9 de septiembre de 2014

Somos ese algo que fracasa

Somos ese algo que fracasa, que retrocede para llegar

El reptil renacido desde la cola,

¿Comprenderás acaso cuando salive sobre los huecos de tu verdad?

Todo lo nuestro es perecible, infundado, efímero

Sueños proteicos, una escatología de bolsillo

Para la mañana de aquel día

Que corre a prisa pero jamás llega a tiempo.

¿De dónde vienen? ¿Hacia dónde perecen?

Ya no existen los monstruos de la razón

El imaginario está derramado entre tus manos

No existe lo que no está pasando

Los clásicos solo fueron la última canción de una resaca estelar

Solo hay de lo que tenemos, de lo que aún no acabamos de consumir del todo.

Dirán que hace falta el humor, la risa era el recurso del abandonado,

En los tiempos del ágora sin calles, sin nombres

Era la vida del poderoso, contemplando la feria de su desparpajo

¿Existe acaso el humor en este gran galimatías?

Hasta riendo las entrañas se revuelven,

es el capital del sarcasmo obsceno de la mente,

el mundo no se mueve sino a base de borrones y desilusiones

La vida es corta, ¡y es inflamable!

Solo así se puede ladrar hincado debajo de todas las casas.

Somos todo de lo que carecemos, somos todo aquello que nunca seremos

Y en realidad nunca se escribió nada sobre nada.

Solo en la indiferencia de cien ídolos

Inauguramos un reino de cinismo, mientras del otro lado

Los inocentes continúan su revancha

Articulan la perversidad del origen, en el único idioma que conocen.

¿Qué no ves? Es inútil negarlo; la ficción es ese órgano que revive nuestra paradoja.

A la sombra de esta jornada, la muerte seguirá siendo

Lo único que no podremos escribir, sin recurrir al auto sabotaje.

Pide que esta vez la verdad sea tu cómplice

Y toca a todas las puertas, y abre todas las pieles;

entonces no querrás abrir esas puertas, y no querrás cerrar esos ojos.

Deseamos que la realidad sea ese polvo que nos corta el rostro,

Después de la despedida al filo de la calle,

Pero seguirá siendo de esa forma una oscura y soberbia paradoja.
Concibo todavía una paradoja insalvable en la enseñanza del lenguaje y de la literatura. Diagnóstico inicial: ser capaz de actuar el rol (siempre falto de autenticidad) de formador y por fuera apelar al desenfado del aficionado a la escritura. Depende del grado de motivación que sea posible inculcar, aunque siempre se mantiene el margen de error, por el simple hecho de que se tensionan realidades diversas, donde el maestro debe actuar como catalizador a pesar suyo y de su discurso personal. Se apela a democratizar la enseñanza y aprendizaje verbal (verbo demasiado antojadizo, a estas alturas), pero no todos piensan ni desean asumir semejante mesianismo, y con todo derecho. El edificio de la planificación sucumbe cada vez que un alumno termina diciendo, por ejemplo: ¿de qué le sirve la literatura? y es una pregunta revestida de adagios academicistas y de palabras demasiado complacientes para hacer que funcionen en realidad, y casi nunca lo hacen, de lo contrario sus agentes seguirían en el sistema público; pregunta capciosa que solo es capaz de responderse parcialmente, y de acuerdo a criterios más fugaces que el placer mismo. 

La interrogante que me asalta aquí es ¿En qué medida pensar y escribir se constituyen como universales, como derechos fundamentales, cuando en la práctica siempre ambas actividades se construyen desde la excepción a la regla? Quizá de eso se trata. Pero me aqueja un dilema ético en este punto. Será posible apelar a una selección natural darwiniana, en la cual el desarrollo del intelecto apunte hacia el aumento del poder y el privilegio, o a una visión democrática -a falta de otro término mejor- en la cual todos sin excepción tienen el mismo derecho a los mismos niveles de pensamiento solo por ser personas. O efectivamente se trata de una paradoja, a modo de Sócrates: entre más se sabe, menos se sabe (¿entre más poder, menos poder?). De ser así, el conocimiento solo sería útil para fines parciales, concretos y no por una causa común universal. Solo dudando me inclino por aquella primera posibilidad, puesto que es evidente que no todos tienen las mismas capacidades, lo cual no da pie para ir en contra de los menos capaces. Un cierto animo moralista hace que me incline por la segunda en desmedro de la primera, puesto que desde una concepción idealista, quijotesca, puedo confiar en que todas las personas, solo por el hecho de ser, tienen el mismo derecho al conocimiento, llegando ese ideal incluso a constituirse como una fe. Pero como sentenciaba Nietzsche: Fe significa no querer saber la verdad. En la práctica, el cultivo del conocimiento, en su faceta más intelectual, ha demostrado ser tarea de excéntricos. Un nicho de iluminados, bastante distante de la realidad. Y ya se sabe que mucho de los estudiantes conocen esa realidad y precisamente por eso dejan a un lado todo ese discurso reivindicatorio.

¿Para qué servirán realmente tantas tareas, tanta basura protocolar, tanta celulosa gastada en abstracciones inútiles, tanta voz gastada en imponer un orden que no es el personal? No quisiera apelar al mito bíblico –el conocimiento como derivado de la muerte-. Pero en todo ese proceso casi siempre se posterga el tiempo presente, la vida tangible, lo único digno para ser llamado "a-lumno", sin otra luz que esos instantes de despreocupación, de lucidez febril, en medio de la cadena sucesiva de normas y de saberes ajenos. Desde una visión pedagógica, si se quiere ingenua, pero no menos entusiasta, apelo entonces porfiadamente a desobedecer las reglas, aunque eso signifique auto sabotearse a si mismo y sabotear tu medio de supervivencia, en un espacio donde la enseñanza vive sujeta al trampolín social... porque pensar y escribir son, al fin y al cabo, tentativas para desafiar la gravedad de las cosas.