domingo, 5 de febrero de 2017

En su visita a Santiago el año 2014, Paul Auster confiesa: “Escribir es como una enfermedad, el mundo real no es suficiente”. Un año después, tras recibir el Premio Formentor de las letras, Ricardo Piglia señala: “Uno escribe porque está desajustado con la vida”. Reflexiones que ambos hacen, como se dice, cuando ya vienen de vuelta. Frases con un tono concluyente, que revelan, en el fondo, el por qué hacen lo que hacen. Hay en esas confesiones una suerte de poética del desajuste. A mi modo de ver, suenan mucho más reales y honestas que esa tendencia mesiánica del escritor como portavoz de la sociedad o como agente de cambio. Cualidad en suma predecible y sospechosa. Prefiero a eso la escritura mínima, la ficción como alternativa posible, el desarreglo moral.
Hay en los narradores no sé si una necesidad, sino que una obsesión por atacar cabos, encontrar patrones. La realidad se les aparece a estos como una materia prima, ilegible, inconmensurable, una gran voz cósmica que rezuma energía pero también vacío. Su búsqueda o su tentativa podría analogarse con el mito del laberinto del minotauro. En esa inclinación por los relatos del mundo, interminables, los narradores parecen seguir el hilo de alguna Ariadna afuera del laberinto. El laberinto puede ser a ratos su propia mente. Y la Ariadna que buscan una sublimación de sus deseos ocultos. Pero claro, hay quienes se pierden en el laberinto indefinidamente, hasta regodeándose en su interior, y otros quienes buscan el centro y desean regresar invictos. Más allá de esto, existen, sin embargo, narradores que se parecen más al minotauro de Borges, seres que habitan el laberinto pero que solo desean escapar de él, para superar su condición ínfima. Estos últimos constituyen una especie aparte. Ya no siguen ningún hilo, solo caminan dejando atrás unas huellas fortuitas. Acaso el trazo de una trayectoria vacilante. Me atrevo a decir que estos narradores, ocultos, siempre desplazados, constituyen una promesa emergente. Quizá no un éxito editorial, sino que un legado subterráneo. Ya no el relato del héroe, sino que el no relato del monstruo. Los narradores minotauro que ya no sigan a ninguna Ariadna, que ya no intimiden con un intrincado relato, porque solo buscan la salida del laberinto, en espera de la estocada final, equivalente al punto al final del texto.