miércoles, 6 de mayo de 2015

Centenario de Orson Welles


Si hubiese que decir algo respecto al Ciudadano Kane, sería en relación a la vida, siempre un enigma, del protagonista. La fábula del poderoso que subasta su inocencia y su pasado para catapultarse a la posteridad. Él mismo, pieza de un puzzle que sólo puede conocer a través de un derrotero policial que lo lleva a él mismo. "Si no hubiese sido un hombre rico hubiera sido un hombre bueno", sentencia Kane, como en una confesión amarga de su legado. Obras son (des)amores. Una sentencia que sería una victoria pírrica, casi surrealista, hoy por hoy, en que los peces gordos con ningún pudor, al parecer desprovistos del pasado y de su necesidad, proclaman que ser ricos los hace ser precisamente lo que son. Hay una analogía interesante entre la película de Welles y la novela de Conrad, El corazón de las tinieblas. El punto clave de convergencia son las palabras, aquellas frases que encierran un secreto y a la vez liberan un sentimiento. En la novela, la mujer de Kurtz intenta averiguar qué dijo su esposo antes de morir. Marlow le miente, para ocultar la verdad: "el horror". En Ciudadano Kane otro tanto ocurre con Rosebud, solo que aquí la palabra inaugura y cierra el ciclo, devela y resguarda un sentido que solo su protagonista conoce, y que la investigación policial solo se encarga de vislumbrar, apenas como aquel que llegando a una escena del crimen intenta reflejarse en los pedazos de un espejo roto. Ese espejo era la vida, la verdadera, la oculta, de Kane, que guardó consigo hasta su muerte. Y de alguna forma, en ese reflejo como espectadores buscamos nuestra propia Rosebud, sea lo que sea que para cada uno signifique.




La siguiente es la reflexión de Borges sobre el Ciudadano Kane, en la edición número 83 de la mítica revista Sur del año 1941:


Citizen Kane (cuyo nombre en la República Argentina es El Ciudadano) tiene por lo menos dos argumentos. El primero, de una imbecilidad casi banal, quiere sobornar el aplauso de los muy distraídos. Es formulable así: un vano millonario acumula estatuas, huertos, palacios, piletas de natación, diamantes, vehículos, bibliotecas, hombres y mujeres; a semejanza de un coleccionista anterior (cuyas observaciones es tradicional atribuir al Espíritu Santo) descubre que esas misceláneas y plétoras son vanidad de vanidades y todo vanidad, en el instante de la muerte, anhela un solo objeto del universo ¡un trineo debidamente pobre con el que en su niñez ha jugado! El segundo es muy superior. Une al recuerdo de Koheleth el de otro nihilista: Franz Kafka. El tema (a la vez metafísico y policial, a la vez psicológico y alegórico) es la investigación del alma secreta de un hombre, a través de las obras que ha construido, de las palabras que ha pronunciado, de los muchos destinos que ha roto. El procedimiento es el de Joseph Conrad en Chance (1914) y el del hermoso film The Power and the Glory: la rapsodia de escenas heterogéneas, sin orden cronológico. 

Abrumadoramente, infinitamente, Orson Welles exhibe fragmentos de la vida del hombre Charles Foster Kane y nos invita a combinarlos y a reconstruirlo. 

Las formas de la multiplicidad, de la inconexión, abundan en el film: las primeras escenas registran los tesoros acumulados por Foster Kane; en una de las últimas, una pobre mujer lujosa y doliente juega en el suelo de un palacio que es también un museo, con un rompecabezas enorme. Al final comprendemos que los fragmentos no están regidos por una secreta unidad: el aborrecido Charles Foster Kane es un simulacro, un caos de apariencias (corolario posible, ya previsto por David Hume, por Ernst Mach y por nuestro Macedonio Fernández: ningún hombre sabe quién es, ningún hombre es alguien). En uno de los cuentos de Chesterton - The Head of Caesar, creo -, el héroe observa que nada es tan aterrador como un laberinto sin centro. Este film es exactamente ese laberinto. 

Todos sabemos que una fiesta, un palacio, una gran empresa, un almuerzo de escritores o periodistas, un ambiente cordial de franca y espontánea camaradería, son esencialmente horrorosos; Citizen Kane es el primer film que los muestra con alguna conciencia de esa verdad. 

La ejecución es digna, en general, del vasto argumento. Hay fotografías de admirable profundidad, fotografías cuyos últimos planos (como las telas de los prerrafaelistas) no son menos precisos y puntuales que los primeros. 

Me atrevo a sospechar, sin embargo, que Citizen Kane perdurará como "perduran" ciertos films de Griffith o de Pudovkin, cuyo valor histórico nadie niega, pero que nadie se resigna a rever. Adolece de gigantismo, de pedantería, de tedio. No es inteligente, es genial: en el sentido más nocturno y más alemán de esta mala palabra.