martes, 9 de enero de 2018

Un viejito a eso de las once y media iba trotando por todo el sector de Colón en la vereda de la Contraloría. Me lo topé de regreso a casa. Iba en sentido contrario. En todo caso, siempre lo había visto trotar durante el día por esos mismos lados. Seguramente estaba por terminar su rutina runner. O a lo mejor, por empezar su maratónico trote nocturno. Me imaginé de inmediato a Bruno Bernal, aquel corredor inmortal del puerto al que se le veía siempre recorrer el borde costero y la Avenida Alemania y que, además de correr, leía mucho. Su espíritu deportivo aún seguía pululando, en la mente y el corazón de ciertos transeúntes entusiastas. Era todo lo contrario a un recorrido incierto. Tenía una dirección y un propósito, siguiendo el derrotero de las pulsaciones cardiacas y la geometría de las calles. Se abría paso raudo entre aquellos que permanecían estáticos en el centro de la ciudad o entre aquellos que caminaban sin un plan, como su servidor, un flaneur improvisado, alimentado por la dejación vespertina, sin otra expectativa que el ajetreo azaroso de la noche y el registro de momentos dinámicos como el del trote aperrado de este sucesor de Bernal. Sin embargo, hacia dónde iría después, qué destino le esperaría en el trayecto de vuelta a la casa, no se podía saber. Lo importante era que trotara, rápido, sin tregua, acaso sin explicación, en un momento en que la mayoría afirma nadie debería trotar, y en el que casi todos esperan con ansias entregarse al sueño o a la bebida, para hacer del hedonismo la única y crucial carrera veraniega.

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