lunes, 31 de octubre de 2022

Titivillus, el terror de la escritura

¿Cuántas veces hemos dicho mal una palabra en medio de una conversación importante? ¿Cuántas otras hemos escrito algo y, en medio del oficio, se ha plagado de errores ortográficos, sintácticos y gramaticales? ¿Cuántas veces hemos intentado enmendar aquellos errores sin éxito, y no han dejado de aparecer, una y otra vez, más y más ripios, volviendo insufrible la tarea de la escritura? Todo eso ya no corresponde a nuestra entera responsabilidad. Si somos un poco más creativos, cada uno de nuestras faltas con el lenguaje puede ser atribuido a Titivillus, el demonio del error. Se dice que, en nombre de Lucifer, esta entidad infernal introducía errores en los trabajos de los escribas y copistas medievales. La primera alusión al terrible demonio corresponde al Tractatus de Penitentia de Juan de Gales, que data del año 1285.

En los prolegómenos de la historia del libro, al no existir un sistema mecánico de reproducción, los libros eran transcritos uno a uno, de manera manual. Titivillus, en esas circunstancias, había hecho de las suyas. Se aprovechaba de las extenuantes jornadas de transcripción, la escasa iluminación y la dedicación constante al mismo oficio de escribir. Cada uno de los errores de los escribas era adjudicado a Titivillus, por lo que adquirió una fama inconmensurable. Se había vuelto, con toda justicia, el terror de los escritores y los grafómanos.

Hay un tratado devocional inglés anónimo del siglo XV llamado Myroure of Oure Ladye. En este, Titivillus se presentaba a sí mismo diciendo: «Mi nombre es Tytyvyllus ...» y hablaba sobre su modus operandi, haciendo que los escribas se comieran sílabas y palabras enteras. Las expresas intenciones del demonio consistían en provocar el pecado en aquellos que escribían, con la inclusión de absurdos tipográficos, horrores ortográficos y toda clase de trampas sobre el papel.

El infame Titivillus es el demonio que boicotea toda escritura y, por extensión, todo ánimo de palabra y de lenguaje verbal. Hace tropezar al humano con su propia herramienta de conocimiento y de expresión. Cada fallo es un paso más hacia el infierno y a la condenación eterna. Titivillus es el anatema definitivo de los escritores, pues los somete a la humillación de su oficio y al escarnio de sus lectores que, bajo la forma del error, encontrarán la evidencia para servir de verdugos de aquella obra malograda.

En definitiva, si aquellos que trabajamos con la palabra y con el lenguaje, tuviéramos nuestra propia noche de brujas y nuestro propio purgatorio, en ellos habitaría, sin duda, el demonio Titivillus. ¿Cuántas obras maestras no han logrado trascender precisamente porque lograron superar sus pruebas? ¿Cuántas obras, pese a su reconocimiento, no han caído bajo sus garras, como en una suerte de bautizo malicioso en tinta? ¿Cuántos potenciales escritores no han desistido, frustrados ante la obra del maléfico espíritu? Peor que la existencia legendaria de este engendro, sin embargo, podría ser el hecho de que todo escritor guarda dentro de sí, en su corazón y su consciencia, su propio demonio del error, presto a hacerlo fracasar, a precipitarlo al olvido, a la renuncia.

"Es preciso elegir/y pasar al momento/de la vida a la muerte/y del ser a la nada". Soliloquio de Hamlet en la traducción de Voltaire (Cartas filosóficas, XVIII).


La película del Dr Mortis (cuento de terror)



Todo ocurría en el lanzamiento de una película sobre el Dr Mortis. El lanzamiento se estaba dando en algún lugar oculto de Valparaíso. Había una gran terraza que miraba hacia el mar, pero este apenas cobraba protagonismo en medio de la bruma de gente que se avecinaba, vestidos de negro, con ademanes un tanto impostados y con alguno que otro rostro reconocible.

Uno de los invitados se acercó una tal Beatriz, la anfitriona del evento, a entregar unos ejemplares de Juan Marino. Ediciones artesanales, perfectamente empastadas. Se abría paso entre el gentío con paso sutil, algo cansino pero elegante. Su rostro reflejaba una admiración un tanto paradójica, circunspecta. Un tal Alvaro B se disponía a introducir la película del Doctor, ante un público que se movía cual marea negra cerro arriba.

Cuando los comensales santiaguinos -porque se distinguían claramente de los comensales porteños- comenzaban a organizarlo todo para la proyección del filme, el escenario completo se trasladó automáticamente, sin previsión alguna, en dirección a una escalera de caracol, una oscura escalera de caracol, un Escher de pesadilla, opacando, de pronto, el tenor del lanzamiento. A lo lejos, alcanzaban a divisar el evento imprevisto dos personas: Marcela P y José A C. Lo hacían procurando no llamar la atención del resto de los invitados allí presentes. Intuían tal vez lo que había pasado, pero preferían mantenerse sumergidos en la película que estaba a punto de proyectarse.

De fondo, un radioteatro comenzaba a conspirar en las inmediaciones del Gervasoni, invadiendo el espectro sonoro. La pesadilla de Escher seguía creciendo, pero hacia abajo, en un descenso sin tregua. Conforme el radioteatro desplegaba la banda sonora del sueño, la escalera seguía su movimiento ondulante cual serpiente dantesca, hasta que llegó a una especie de boliche. El radioteatro, a esa profundidad, sonaba apenas como un zumbido en el vacío. No cabía allí otra referencia suficiente, aunque, para sorpresa del invitado, en la entrada estaba nada menos que Claudio F: -¿Y vos dónde andabai metido? Fantasma-. Esas fueron sus palabras de bienvenida. Sacó de entre su chaqueta la edición desprolija de un libro desconocido. Por supuesto, no se trataba del suyo. En la portada decía NN. -Ya, pajarón, entra, que la hueaíta va a comenzar-, alcanzó a decirle. Le entregaba el libro. Lo hacía como si ese fuese el requisito de admisión.

Dentro del boliche, apenas se percibían algunas cosas de lo que ocurría arriba. Aunque, de repente, sin notarlo, en el momento en que revisaba las chauchas para comprar algo, una señal inconsciente transportó al invitado hacia el fondo del salón, en una mesa donde estaban sentados Marcela y José, bebiendo unos cortos de tequila. Había ahí una silla vieja de madera. Al sentarse, ambos se miraban como entreviendo lo que pasaría después en el escenario apenas descriptible. "¿Qué se supone que pasaría?", se dijo a sí mismo el invitado. Marcela y José, enterados y leyendo el gesto de extrañeza en su rostro, se miraron e indicaron hacia el frente con las manos.

De nuevo, volvía a sonar el radioteatro de aquel lanzamiento en la superficie. El boliche se oscurecía. Una voz en off servía de intro al espectáculo que estaría a punto de comenzar. La voz era la de Juan Marino, inquietantemente viva. En el momento en que su parlamento se desarrollaba y llegaba a su conclusión, ordenó a los comensales a que "abrieran sus libros". Marcela y José miraban de forma cada vez más intrigante. Intuían que algo no andaba bien con la naturaleza del invitado. Entonces, en un puro golpe de silencio procuraron que el libro NN que llevaba guardado en la chaqueta fuera abierto, como así lo ordenaba Marino, abriéndose paso con su vozarrón espectral entre los presentes. Las luces volvían al boliche. Luces de fuego y de parafina. Los libros fueron abiertos de súbito. Ninguno parecía contener nada. El del invitado, que reposaba a un costado de la mesa, tampoco tenía inscripción alguna, hasta que algo similar a una música siniestra de opereta se iba fraguando.

A medida que la música recorría un pasaje de intensidad, los libros abiertos dibujaban en su contenido una historieta. Los rostros impávidos de Marcela y José comenzaban a irritarse. El del resto de los comensales se descomponía de tal manera que seguían el mismo compás destructivo de la música y el espacio del boliche cerrado, a punto de saturarse. El rostro del invitado se hinchaba de una emoción oscura, incomprensible. No podía articular palabra alguna. Cuando apenas conseguía vislumbrar en ese trance el contenido que iba surgiendo de las páginas de aquel libro desconocido, el secreto se hizo evidente: se trataba de una serie de viñetas en las que se iba componiendo una representación fidedigna de todo lo que había ocurrido. Cada paso. Cada escena. El lanzamiento. El boliche. Cada personaje con su respectivo rol estaba siendo transcrito en ese libro con absoluta verosimilitud.

La escena final de la ceremonia en el boliche era el clímax de alguna suerte de rito. La realidad del sueño había sido usurpada para formar parte de esa historieta final. El nombre del libro comenzó a hacerse patente, conforme los comensales, agotados, se preparaban para retirarse y, tal vez, volver al exterior por la escalera de caracol hacia la película. El nombre de ese libro era "Réquiem". Todos y cada uno de asistentes habían estado viviendo dentro de un ejemplar inédito de esa obra. No había un afuera de ese libro así como tampoco no hay un afuera de la realidad del sueño. La película, por su parte, seguía en marcha, con una banda sonora infinita. Todo a su alrededor, el boliche, la escalera de caracol, Valparaíso, era arrastrado vertiginosamente en ese visionado, hasta que no quedó otra cosa que su ficción devoradora, y la boca gigante de Mortis engullendo el mar.

Un hombre vestido de Jesús caminaba a paso cansino en plena avenida. Miraba hacia el vacío, sin expresión alguna. Las personas lo veían con disimulo. Una chica alcanzó a sacarle una foto, procurando que no fuera tan evidente. El hombre seguía su camino, estoico. Una leve sonrisa sugería que ya se había dado cuenta de la atención del resto de los transeúntes. Los ojos estaban puestos sobre él, cual creyentes venidos a menos. Tan pronto el hombre cruzó dos cuadras, se fue alejando de la gente. Ellos dejaron de verlo y de seguirlo. Cuando ya el hombre caminó lo suficiente, pasó por enfrente de un pequeño vehículo y lo abrió. En él metió una bolsa que llevaba guardada debajo del disfraz. Esa bolsa parecía ser su ropa de profano. El hombre Jesús subió al vehículo, le dio marcha y condujo cerro arriba, hacia destino desconocido. Su caminata solitaria por las calles no tuvo cruz, ni tampoco pasión ni resurrección. No hubo invocaciones a Dios ni mucho menos imprecaciones al diablo. Nadie podía reprocharle al cosplayer de Jesucristo su falta de prolijidad y de ritualística. Sin embargo, su misterio permaneció incólume. Su verdad nunca fue revelada. O puede que, tal vez, su disfraz haya sido su única verdad; el camino, su procesión silenciosa; y el auto, su cruz.