domingo, 14 de abril de 2019

Esperé el Pullman de regreso en San Felipe durante casi una hora. Lo había esperado en San Martín, en el paradero de la Cámara de Comercio por indicación de la secretaria quien, antes de irse, me había dejado sus llaves para dejar cerrado el instituto, previa indicación de qué luces apagar y qué cerraduras y puertas cerrar. Esperé ahí para evitar el pique al terminal, confiado en ganar tiempo hasta que apareciese el último bus de salida. De manera irrevocable, no pasó a la hora imaginada. Se suponía que el último bus Pullman saldría a las nueve. Pero la confusión me tomó por sorpresa y, ante la inclemencia de la noche y la incertidumbre por la locomoción prometida, me vi clavado en el paradero junto a unos cuantos locatarios que tomaban micro hasta Putaendo o hasta Los Andes, acaso intuyendo que el que ahí se debatía venía de mucho más lejos, dada su perplejidad. De repente apareció una señora a un costado. Decía ir a Llay Llay. Ante mi preocupación, expresó que el bus debía pasar sí o sí por San Martín, afirmando que era la única vía de salida hacia la carretera. Lo expresó frente a mi duda sobre la posibilidad de que el bus se hubiese desviado por otro camino alterno por abc motivo, desencadenando en casos como esos la ley de Murphy. 

Ya un poco más tranquilo por la contención de la señora, seguía dándome vueltas en círculos por la avenida, para procurar que el resto de la locomoción no quedase varada en el paradero, provocando que el posible bus pasase en segunda fila y tapase la visual. La señora tomó su micro a Llay Llay con una serenidad digna del interior. En eso apareció un compadre de la calle, profiriendo alaridos incoherentes. Un loco en bicicleta y con chaleco reflector lo saludó de lejos, llamándole “¡buena, pesadilla!”. El compadre alcanzó a intercambiar un par de palabras a la siga de la calle antes de quedarse plantado en el paradero. Justo detrás de él, llegó un sujeto con mochila. Se colocaba casi al mismo nivel mío, en un movimiento similar, divisando al fondo de la avenida con ansias de que viniese el primer bus “¿Pasa por aquí el bus, cierto?”, me preguntó, reflejando un estado similar al que estaba yo con la señora de Llay Llay. Le respondí que eso se suponía, aún no del todo seguro, a causa de la premura del tiempo que corría y dejaba su halo de pérdida fortuita. Entonces el compadre, igualmente nervioso, señaló que se dirigía a Santiago, que tenía que tomar cualquier bus que se dirigiese a la capital. Hablaba por celular con alguien mientras no dejaba de mirar hacia el horizonte de la avenida como quien aguarda la llegada de una tropa. El compadre de la calle se fijó en nosotros, como buen locatario, y preguntó si iba a La Rinconada. Le respondí que iba al puerto. Al conocer mi destino, soltó una larga y tendida onomatopeya, dejando entrever la distancia y la cualidad foránea. “Lo siento, amigo, tendrá que quedarse aquí”, replicó, jugando con la situación. Luego dijo que era una broma, y que el bus generalmente pasaba entre nueve o nueve y media. En cuanto se despegó del fierro del paradero, avanzó y agregó: “Yo que usted me voy caminando. Llega en forma a la casa”. El sujeto de Santiago dio vuelta la cara levemente, cachando la talla, cuando seguía clavado mirando al fondo de la avenida. Comprendí que el compadre trataba de congeniar o de acortar el tiempo de espera, aunque luego remató diciendo: “Yo que usted voy a la Rinconada”, y se largó sin más, caminando avenida arriba. El concepto del nombre me quedó dando vueltas. Rincón y nada, eran exactamente los términos que denotaban nuestra situación existencial en ese momento. San Felipe se volvía minuto a minuto la zona más próxima al Rincón y a la Nada. 

Escuchando las palabras del compadre de la calle, el sujeto casi como en un acto reflejo, siguió su camino también avenida arriba, sin replicar nada, quizá también yéndose a la cresta, y buscando atajar el bus más adelante. Ya eran las nueve y cuarto. La indeterminación del bus que debía pasar pero aún no pasaba, me mantenía clavado al paradero, volviendo a la condición de transeúnte solitario. Si hacía lo del loco de Santiago, corría el riesgo de perder el paradero y, eventualmente, perder el bus en el camino. Pero si seguía ahí, tampoco había garantía de retorno. Ya no me quedaba plata en el celular para avisar al terminal. Ni tampoco un pasaje de acercamiento que me dejara en otro sitio más cerca del destino. Sin embargo, esperé y esperé, con cierta fe terca, ante la falta de recursos. Llamó, en eso, el coordinador del instituto, preguntando si ya había tomado el bus. Le dije que aún no, que esperaría ahí el Pullman, debido al factor hora. El coordinador, algo preocupado, señaló que debía haber tomado el JM que salía más temprano. Le respondí de vuelta que para la próxima tomaría, con seguridad, esa línea (La señora de Llay Llay había mencionado algo al respecto, antes de irse. Que los buses JM tenían, de hecho, el monopolio del interior). De modo que seguí ahí, intuyendo en cada foco de luz de cada vehículo la sombra de aquel potencial bus a casa. 

Recorría la oscura y desolada calle de un lado para el otro, tanto así que algunos locatarios que pasaban por ahí, extrañados por tan nivel de ansiedad, me tomaban por un loco o, lo que es lo mismo, un extranjero primerizo. No faltaron más que cinco minutos para que, después de ese episodio patético, pasara el tan ansiado bus, con unas luminarias que denotaban una prisa un tanto paradójica. Al subir, sonaba una música de fiesta. El asistente del chofer cortó rápidamente el boleto, sujeto a disponibilidad. Antes de eso, miraba hacia la plazoleta de la Avenida y ya me imaginaba en el peor de los casos: durmiendo sobre el césped como un perdido irremediable o bien, en la comisaría, como un exiliado involuntario. Repasé esa imagen por la ventanilla, suspirando con placer. Hacia afuera, muy cerca de la plaza central, se dejaba ver la última imagen nocturna de la ciudad: la del músico negro (posiblemente haitiano) que tocaba guitarra durante la tarde, en la vuelta a la plaza antes de entrar al instituto. El músico continuaba ahí, solo, al parecer afinando las últimas notas antes de virarse a algún otro rincón. Sin acaso pensarlo demasiado, me proyecté, por breves instantes, en ese músico. Su soledad misma era musical, bajo el fulgor del foco de la plaza, pero la diferencia era que yo venía de paso; en cambio, este tocaba y dejaba de tocar, para quedarse, o tal vez para imaginar la nada que le esperaba, en el largo camino de regreso, la misma nada que en cierto modo conseguía vislumbrar en el momento de la espera en el paradero.