martes, 29 de noviembre de 2016

Hablo con una prima que fue a dar hoy la PSU de Historia. Cuenta la historia de un amigo al cual la máquina correctora de pruebas le corrigió mal su PSU del año pasado, sacando menos del puntaje que realmente obtuvo. Lo peor no fue tanto la ponderación final, mero trámite algorítimico fácil de resolver, sino que el error le costó la postulación a becas por encontrarse fuera de plazo a causa del impasse. La prima contaba la historia con cierta naturalidad sospechosa, quizá como una forma de decirse a si misma que la prueba está sujeta a cuestiones que no dependerán solo de ella. Paradójicamente, en el proceso de contar la desgracia de su amigo, se quita un poco de presión, proyectando también el resultado de la prueba a merced de la máquina. Le parecía extraño que fuese una máquina la correctora de pruebas, y no un equipo técnico de la Universidad de Chile. Alguna suerte de comisión evaluadora secreta. A pesar de saberlo de antemano, me sigue sorprendiendo ese singular hecho. Imagino de pronto un escenario distópico en que toda la educación deba pasar por el cedazo de una gran máquina evaluadora, sujeta a códigos y variables definitivamente kafkianas, incomprensibles. La PSU como el primer borrador, como el documento de acceso a una realidad estándar, a una distopía en potencia.