viernes, 15 de marzo de 2019

Un periodista llamado Peter Kafka se refirió a los dichos de Mark Zuckerberg sobre facebook, luego de que este se pronunciara tras el atentado de un terrorista en Nueva Zelanda que transmitió su masacre en vivo vía streaming. Dijo que lo que supuestamente propone la página es ofrecer un cierto marco de libertad a través del cual cualquiera puede publicar sin un permiso previo. Pero he ahí, en ese acotado margen de libertad, en ese sueño de la libre expresión digital, la paradoja infranqueable. Por un lado, la red social te garantiza la posibilidad de publicar cualquier cosa, sin límite; y, por otro, no puede prever la naturaleza de ese contenido, por lo que se ve obligada a la censura arbitraria y, en el caso de la masacre en Nueva Zelanda, al emplazamiento moral respecto al uso de una herramienta que puede desatar por igual la promoción del odio y la violencia. En efecto, la tecnología de la página, al no revisar el contenido potencial, y basándose únicamente en unas reglas de comunidad que nadie lee, tiene que luego filtrar y, en última instancia, eliminar aquello que esté generando "ruido", aunque sobre la base de los hechos consumados. De ese modo, la página se plantea como una gran distribuidora de contenido, pero por eso mismo se excusa ante las implicancias y consecuencias de lo que en ella se publica, achacándole toda la responsabilidad a sus fieles usuarios. Una maniobra legal que asegura la perpetuidad de la empresa, pero a su vez un movimiento riesgoso, que conlleva a la falta de control sobre las acciones de sus clientes. Tratando de evitar parecer el Gran Hermano orwelliano, al descartar el bloqueo de los contenidos antes que se publiquen y vean la luz, la compañía de Zuckerbeg cayó en cambio en la necesidad de la persecución y el bloqueo posterior, al permitir abrir la caja de pandora de las publicaciones, desatando con ello un universo de discursos pero también un latente pandemonio de violencia e irracionalidad. No es casual, a todo esto, que el periodista que cuestiona a Zuckerberg se apellide Kafka: "Es difícil imaginar qué consecuencias puede imponer Facebook a una persona que mató a docenas de personas hoy. Y es difícil imaginar que esto no vuelva a suceder".
Todos, dentro de nuestro reducto vital, nos creemos la muerte.
Cuando me pegué el pique desde el Molo de Abrigo fui advirtiendo que casi todas las playas del sector Altamirano hacia Playa Ancha estaban cerradas. La primera, la San Mateo, donde en la época universitaria hacían fogones, desierta y bloqueada por una gran reja por la cual apenas alcanzaban a pasar un par de cabros y un perro de la calle. Al llegar trotando hasta la antigua Playa Carvallo, la desolación fue mayor. Allí donde antes estaba el clásico Pato Peñaloza y comprábamos churros en esos veranos de los noventas, solo había ruinas, y por entre la escalera que daba hacia la playa, solamente unos roqueríos maltrechos producto del oleaje y las mareas que pareciera que hubiesen ganado terreno junto con el cambio de siglo. Claro que lo que era playa familiar ahora servía para toda clase de excursiones clandestinas, su pitito mirando al horizonte o sus chelas frías con gusto a agua marina. No me detuve demasiado en estas cavilaciones, pese a su urgencia, y seguí adelante, ya quemando los dos kilómetros, hacia la primera mitad del camino en Las Torpederas. Ahí el panorama era distinto. Seguía abierta y concurrida como en aquellas tardes de infancia, solo que con un dejo a temprano abandono, a juzgar por el deterioro de los bordes del balneario y por causa de las propias mareas que van estrechando cada vez más el espacio de la playa, precipitándolo todo hacia el cerro. Al parar un rato a descansar en las máquinas, un loquito de jockey se puso a encender un pito observando fijamente el contorno al fondo del océano. Yo por mientras abría la cachantún, y en eso una familia guardaba unas toallas y unos quitasoles para virarse en el momento que el niño menor no paraba de llorar. Volvían hacia la calle, cuando me estaba preparando para el trote de regreso, y se fueron en la primera micro que pararon. Por otra parte, el loquito fumeta ya se había ido, quedando así la playa completamente vacía. Con ese trasfondo de soledad, borde costero y endorfina en el cuerpo, retomé la caravana de vuelta, hacia la San Mateo, con tal de conseguir el objetivo del día y quemar los cuatro kilómetros totales. En ese recorrido se consiguió una marca similar o superior a la marca de Barón a Portales, pero algo también se desbloqueó: una marca interna, la marca del tiempo pasado, volviendo la memoria una playa inhóspita, sin orillas.