miércoles, 22 de julio de 2015

El silencio es un templo que no necesita dios


Según Piglia, Joyce domina el lenguaje, mientras que Kafka es dominado por el lenguaje. En la universidad nos enseñaban que los linguistas contemporáneos entendían el lenguaje como alguna clase de facultad desconocida que debe analizarse en relación con la mente y la sociedad. Había una máxima no recuerdo de qué teórico que decía algo así como que "es imposible no comunicar(se)". Sin embargo, le delegaba al silencio -cuestión elemental- un rol demasiado apegado a esa ley antojadiza de la comunicación material. Se sentía una cierta obligación por volvernos expertos del lenguaje, burócratas y señores de la significación para echar a andar la rueda de la investigación linguística y de la normativa gramatical en los colegios e institutos de siempre. Recuerdo que Walter Benjamin hablaba algo en relación al mito sobre el origen místico de la palabra, que poco a poco se fue desapegando de las cosas, su relación directa, carnal, con las cosas, para pasar a fragmentarse en lengua y significado. El problema en cuestión, a mi entender, en cuanto cómplices del lenguaje, no es nuevamente la naturaleza ni el origen, si viene de Dios, de una extravagancia evolutiva o si es un órgano o una facultad que se construye como andamios. Es el por qué. En esa eterna pregunta guardan los mercenarios de la poesía, siempre derrotados, nunca señores, su nicho. Es algo así como el templo sin divinidad al cual ofrendan sus experiencias cada vez más mundanas. Porque el silencio es aquello inexpresable que sirve de origen y de destino. No se adivina demasiado el sentido del silencio en esas academias que hacen gala de la retórica y de la correcta expresión. Sin embargo, se siente. No es solo la ausencia verbal. El silencio tiene relación con algo sagrado, algo incomprensible por esencial. Y es la premisa que Wittgenstein nos lega inspirado en esa filosofía del vacío. Su sentido no se reduce a comunicar, a operar en el mundo como un funcionario más. El lenguaje puede servirnos o bien acabar con nosotros y lo que más queremos. Las dos posturas al parecer antagónicas de Joyce y Kafka frente al lenguaje en realidad tienen como telón de fondo al silencio, protagonista real del siglo XX. El silencio es un templo que no necesita dios. El silencio terrible por sagrado. Lo que las palabras no alcanzan a expresar por incomprensión o quizá solo por una sensación de vergüenza o respeto. En el por qué se hace la diferencia, entre el que enseñorea su única visión del mundo (de la escuela de Joyce), y el que se ve avasallado por una visión que lo sobrepasa (de la escuela de Kafka) porque sabe que el silencio envuelve algo más sublime que cualquier palabra: la visión de las cosas que se acaban...