sábado, 22 de febrero de 2014

Compilación

Ayer en la pista de baile, sufrimos con algunos amigos, circundando el área pero nunca entrando en ella. Al alero de la contemplación y el alcohol, vimos cómo esas parejas de pendejos se movían poseídas por el ritmo del verano, mientras que nosotros, como Bartlebys, como profetas de lo anti natura, nos limitábamos al ejercicio voyerista, concentrando todo el karma del universo en las chicas de la azotea que bailaban en un concurso por el mejor movimiento.

Una apología de lo inútil se gestó, hasta que uno de los amigos desplazó su atención hacia una chica solitaria (creímos que lo estaba) y se alistó para bajar y asestar un golpe, pero, en ese mismo instante, rechazado, desistió y volvió para contar la historia y acabar la dosis. Fue entonces que me pregunté, desafortunado: ¿Algunos de estos pendejos y pendejas habrán leído "El guardián en el centeno" de Salinger? Sin embargo, era evidente que no les preocupaba, era evidente cómo se corrían mano y se movían sin saber siquiera de amor, de desengaño, de metafísica ni demases, sin percatarse de que improvisaban a su manera algo parecido a amarse, sin necesariamente encarnar ese sentimiento.

Solo fuimos nosotros, aguafiestas de profesión, quienes montamos todo ese show, esa película masoquista, ese gran teatro donde se recreaba el destino de tanta gravedad, sangre y líbido contenida desde el primer libro abierto, ya que Salinger, nuestro consejero y quien conocería o, mejor dicho, se atrevería a ver lo que pasaba en esa pista, hubiera dicho seguramente: "(...) saben de literatura y de teatro, y cuando alguien sabe de esas cosas cuesta mucho trabajo llegar a averiguar si es estúpido o no.” Y , por supuesto, al ver cómo las chicas desafiaban la gravedad, poniendo las hormonas en el aire, resultaba titánico apreciar solo a un par de criaturas que con suerte han leído el silabario, pero que fluían mejor con el mundo, al mover las caderas al ritmo del planeta. Allí la ciencia, con esta verdad en nuestro interior, simplemente se suspendió, todas las Alejandrías se quemaron.

Fue entonces al mirar esos cuerpos que, de repente, nosotros, ovejas descarriadas, fuimos todos los hombres y, por supuesto, los pendejos que corrían mano no eran hombres, eran solamente actores de reparto, lastres. Nosotros éramos, en realidad, los privilegiados, los voyeristas, los que condensaban la angustia, la historia, la existencia misma en esos cuerpos y movimientos de discoteca.