martes, 22 de abril de 2014

Metro a Limache

Metro desde Limache, salida de clases, oscuridad a medida que el colegio cerraba, y las puertas de la máquina se abrían, el movimiento de la máquina y la voz femenina anunciando las estaciones. Afuera el paisaje se mostraba negro y natural, hasta que unas señoras entraron. Se sentaron al fondo, reían como si fueran a morir ahí. A medida que la máquina avanzaba y había menos naturaleza, comenzaron a callarse. Me acordé del ferrocarril como epítome de lo moderno, la risa de las señoras dentro del metro, cercanas a la muerte, participaban de esa modernidad, se sabían movidas sin impulso, veían reflejado el tiempo muerto en los otros que no atendían su risa y que sonreían ensimismados en su viaje y en su conversación virtual.

Después se sumaron dos músicos en el transcurso de tres estaciones. El primero cantaba una canción folclórica como opacando poco a poco la risa de las señoras y despertando en ellas una admiración similar a la muerte. En ese punto desaparecen, dejan de ser el coro absurdo para volverse "pasajeras". El músico al pedir dinero simplemente dejó la huella de una rutina generosa pero repetida (ya la había escuchado, al menos, dos veces, en el metro de ida). Luego se subió una rubia a tocar guitarra, casi al instante en que se bajó el primero. Desconozco si hubo relación entre ellos, de tipo musical por supuesto. Extrañamente, en el mismo sitio, sacó su guitarra y afinó con desenfado. Desde el otoño original de las señoras hasta el invierno jovial de la joven que canta "¿Has visto llover? de los Creedence, adentro la máquina también cambiaba de estaciones. La dinámica entre las estaciones del mundo exterior que quieren solo la velocidad y las del mundo que se iba formando dentro, solo en ese recorrido la máquina, inconsciente del absurdo, de la música y del sudor, podía continuar hasta el fin, indiferente. Yo, por supuesto, no era un pasajero, no aceptaba simplemente que se bajaran, quería retener neciamente las imágenes que salían despedidas en cada cambio de andén. En ese despropósito no había tiempo.

La rubia se bajó en la estación Viña, le pasé doscientos pesos, belleza fugaz como un par de monedas viejas. El único imperturbable era un sujeto calvo leyendo todo el rato, a un costado de donde estaba la chica de la música. Intentaba captar en donde bajaba solo para ver alguna interrupción en él, pero parecía que estaba en otro viaje. En ese punto la máquina era solo una idea salvaje, así como la humanidad, así como la naturaleza, veloces pero irracionales. El libro era de un autor auto ayuda del que no recuerdo el nombre. Se le veía tan absorto que parecía un militante o derechamente un fanático de la ficción. Estaba, de hecho, en su propio metro ficcional. Entonces miré a la mochila casi de forma refleja por si había algún libro para leer: nada más que borrones y hojas en blanco. Él, a su manera, viajaba en esas páginas, como el propio chofer desconocido, drogado en su ilusión de movimiento. 

En realidad, solo quedaba el fierro andando, la voz mecánica y las estaciones donde la gente chocaba sintiéndose pasajera. La máquina nunca viajó, el viaje fue la oscuridad que desaparecía, las risas mortales, la limosna folclórica, la belleza triste de la joven que predecía el invierno. La ironía, en este sentido, era que, a medida que la máquina iba hacia su futuro, su vaivén infinito, prescindió de lenguaje alguno, como los futuristas y como los empresarios. Se regocijó en el ruido como orgía de lo moderno. Todos los otros, los pasajeros del recorrido Limache-Valparaíso, no eramos más que actores de una novela que se despedazaba a sí misma, a medida que la máquina avanzaba y despachaba a sus clientes. Sin esperanza de volverse a ver, solo era la imagen del fin que se repetía en todos y, por supuesto, con la tarjeta del metro bien cargadita, llenando el corazón, anunciando un nuevo fin.

Chico Molina el animal de la imaginación

"Releyendo" a Eduardo Chico Molina, nuestro bartleby, descubrí una alusión a Alfonso Calderón, quien sería su cronista... una seguidilla de frases para el bronce: "Todo cuanto escribo es borrado, sin piedad, diariamente. Los otros creen que soy un perezoso: ignoran la grandeza del borrón, la belleza de la página escrita devorada por el fuego." "Me cuesta publicar, pues carezco de ese fervor decimonónico por dejar noticias de mí mismo". "Mañana seré un cabecilla indiscutido, aunque no estaré para verlo"... concibo un nuevo derrotero en esta postura aún sumergida bajo la parafernalia cultural de las letras... tampoco se trata de que aflore una camada de escritores sin obra (así como parra con los "antipoetas"), sino que de redescubrir ese impulso del no hacerlo, frente a la vieja dialéctica entre solemnes y seculares... Molina comprendió la pulsión de los que viven más allá del oficio y más acá de la vida, dejándose escribir por su propio mito sin palabras... más que escritor, fue un animal de la imaginación.