jueves, 3 de noviembre de 2016

Extraño calor de noche en Valparaíso. Se siente gente subiendo y bajando las calles como si ya fuese verano. Comienza la soltura de ropas. Los petos ajustados. Los vestidos cortos. Una infusión anímica se huele. Un cúmulo de hormonas desatadas, bajo la oscuridad del asfalto. Una express en la esquina de la Ecuador. Parejas en plan de intimidad. Otros tantos, en grupo, en plan de jarana. Eso es lo que se extraña de ser estudiante. Que se podía pasar bien con tan poco. Sin otro motivo que perderse con alegría. En esa época hubiese sido San Jueves. Ahora veo el ambiente y resulta que toca trabajar temprano. Se cuenta con la plata, pero no con la posibilidad de brindar. Ya ni siquiera se cuenta con los pilotos de antes. La mayoría tiene exactamente las mismas obligaciones. Algunos mejor que uno. Otros peor. No debería ser excusa, después de todo. Pero la hora de la alarma se va aproximando. Y la palabra deber sigue pesando en la sien, como si se tratase de una caña imaginaria.
Me ha tocado en más de una ocasión trasnochar urgido por la clase del día siguiente. Planificar gran parte de la madrugada a causa de una ya rutinaria procrastinación o, en su defecto, de una confianza desmedida en el funcionamiento de la pega. Cuando al otro día iba rumbo al trabajo, a paso firme, no necesariamente satisfecho, más bien con la expectativa de que aquel esfuerzo valdría la pena, sucedía que por x motivo se suspendían las clases. Entonces pensaba, perseguido, un tanto paranoico, que todo se trataba de una broma vocacional, o sencillamente, de una tomadura de pelo ante el exceso impostado de preocupación. Y luego creía que esta propia experiencia, por absurda, por abrupta, podía replicarse más allá de la pedagogía, incluso a la vida misma. Una irónica ley de murphy producto de una obsesión invencible.