domingo, 18 de febrero de 2018

Llegando al paradero de Pedro Montt con Edwards, El Tuga junto a otro mimo, chacoteando de lo lindo con los transeúntes y las micros aceleradas. Cuando pasaba de largo, sonó de fondo la marcha imperial de Vader. La gente se dio vuelta. Había sido una patrulla. Risas descontroladas. El ajetreo se escuchaba cada vez más a lo lejos, cuando de repente sonó una versión de Stevie Wonder y otro par de peatones trataba de cruzar rápido sin involucrarse en el show. Sujetos cortos de genio, ciudadanos que no estaban pal hueveo. Me hubiese gustado filmar ese breve momento aguafiestas en medio de la algarabía, si no fuera porque no corrían precisamente del show sino que del caregallo veraniego, buscando la sombra a toda costa como quien busca su orgullo en el anonimato.
Una mujer grande, tocando de manera nerviosa, en toda la esquina, el botón verde del semáforo, un acto reflejo, total y completamente inútil, con la sola intención hipotética de que ese botón haga lo suyo de una vez por todas y cambie de color el semáforo para cruzar la calle. Me pregunto ¿Alguna vez esos botones han cumplido su bendita función? ¿Quienes los crearon habrán pensado en el nerviosismo y la automatización que generarían en los transeúntes desesperados, irreflexivos, que por su apuro no se han puesto a pensar ni por un segundo que dichos botones jamás han servido para otra cosa que para distraer la atención, hasta que el color habilitado para el cruce de la calle cambie de color por sí solo? ¿O será que aquellos botones están ahí solo para generar un efecto placebo momentáneo y que los peatones -tal cual perritos de pavlov- lo presionan de forma inconsciente más para calmar el ansia del tiempo y el movimiento que efectivamente para provocar el cambio al color verde, cuestión que hasta ahora, al menos en la experiencia, no resulta más que una programación en falso, digamos, una acción inconducente, una verdadera simulación de algo vacío, la nada?