sábado, 29 de octubre de 2016

Mi última ex me envió una carta de ruptura junto con unos libros que yo le había prestado. Manifestó no haberlos leído, dando a entender con su renuencia a la lectura que no quería saber nada más de mí, descartar cualquier pertenencia que le recordara lo nuestro. Lo más asombroso, sin embargo, no fue el hecho mismo de la ruptura a distancia (cuestión, a estas alturas, incluso anodina y predecible) sino el hecho de que la carta venía dentro de un ejemplar de Pedro Páramo. Acaso nuestro amor solo fue un rumor fúnebre como el de los fantasmas de la novela. Le escribí de vuelta una carta por gmail durante la madrugada, con algunos grados etílicos de más, sin expectativa de que la responda, ni tampoco esperanza alguna de que la lea. Pessoa decía que todas las cartas de amor son ridículas, quizá no tanto porque sus motivos lo sean, sino que por la retórica emocional que encubren, sino que por la esmerada ilusión que proyectan, como si en cada palabra un mundo de caracteres y de silencios se fuese a derrumbar, un mundo del cual solo nosotros fuimos testigo. Una ridiculez apocalíptica, al fin y al cabo, demostrando, una vez más, que el corazón no da abasto suficiente; que, sin embargo, siempre existirá una excusa de sobra para seguir riendo, porque la vida es así a veces: una teleserie vespertina, in sarcástico cuento de hadas o una sinfonía agridulce.