lunes, 4 de julio de 2016

Cafés

En la mañana pensé que un lugar de trabajo que no contara con café no podría ser digno para trabajar. Si esa sola condición no se presenta, debería renunciar de inmediato. En realidad, a cualquier lugar que no cuente con servicio de café no podría ser bienvenido. Aunque la paga no sea mucha, ni el ambiente laboral muy dinámico, donde trabajo sí hay café, y eso ya es suficiente. Incluso bastante. Dentro de nuestra febril sociedad, existen sin embargo otras instancias de reunión: el cyber café, el café literario y el café con piernas. En cada uno de ellos, tristemente, escasea el café. En el cyber café se trataba de un lugar que servía de cafetería pero que además contaba con acceso a internet. Entonces, el internet era más bien un suplemento a la reunión en torno a la ingesta de café. Hoy únicamente se le llama cyber, puesto que se ha invertido la situación: el internet es el motivo central de la reunión. El cyber ahora es solamente un antro lleno de idiotas conectados a la pantalla y pagando por unos cuantos minutos de conexión, como si en eso se les fuese la vida. En el caso del café literario, la excusa es propiamente hablar sobre temas que solo atañen a ciertos personajes snob, que divagan y reflexionan sobre literatura y, a veces, sobre política (como si fuesen lo mismo). Un compadre hablaba de ellos como los "jactosos"; otra amiga les llamaba "los lateros", aunque el sentido de café, del digno café, no debiera pervertirse solo por su existencia. De las tres quizá esta modalidad de café es la original: simplemente la diletancia de la conversación y, a ratos, el capricho de querer cambiar el mundo, sin un plan definido, solo de acuerdo al dictamen de la bebida y la efervescencia del momento. Del café con piernas digo que es algo absolutamente genuino, no solo por la sensualidad de las chicas que atienden, sino que por una suerte de metamorfosis tan propia de nuestro espíritu: desde un concepto de after hour empresarial, donde los tipos de alta alcurnia de Santiago simplemente se tomaban un café atendidos por señoritas, hacia una mezcla mucho más clandestina y provinciana de cabaret y pub, donde incluso se puede pagar por ciertos servicios más "personales". En estos, muy a mi pesar, también escasea el café y, en cambio, abunda la ingesta de alcohol, sustancias duras, y, por supuesto, las feromonas. Tampoco me considero un cliente exigente, pero sería bueno recuperar el gusto por aquella enérgica bebida, no solo por su cualidad revitalizante, sino que por la extraña vida que la circunda. Por ese estilo secreto, por ese toque de dandismo en una atmósfera excesiva. Partir por ignorar la sobriedad de la pantalla, e inyectarse a través de reuniones de camaradería. No solo pensar en el coffee break como un alto en el que la multitud respira después de horas de sofocante labia, cada vez que esa multitud de poetas, literatos o académicos (a ratos los mismos) se reúnen por motivos personalísimos. Sino que pensar en el coffee break como el contrapunto de la experiencia. Y agregar algo de elegancia insomne a aquellos bizarros antros de calentura, brindando, a propósito del frío de invierno, por la belleza y también por la oscuridad de la noche, oscura, a ratos amarga, como el propio café.

Gary King hasta El Fin del Mundo.


Existen pocas comedias de las cuales suelo desentrañar un pensamiento serio sobre el mundo y sus individuos. Alguna que otra de Woody Allen en el existencialismo romántico de Annie Hall, o el ya clásico humor inglés de Monty Python y el Sentido de la Vida. Eso me sucede con la película de Edgar Wright, The World End (2013), la tercera que pretende el cierre de una trilogía. El contexto y la temática podrían parecer banales: la parodización del género de ciencia ficción mediante la puesta en escena de un escenario hilarante y de personajes disímiles. Pero debajo de esa parodia subyace una trama única: la reunión de camaradería de un grupo de cinco viejos amigos, todos reunidos con el motivo de recorrer en el pueblo de su adolescencia una ruta de excesos que había quedado inconclusa desde hace antaño, conocida por ellos como "la milla dorada". El anfitrión del grupo es conocido como Gary King, una especie de enfant terrible, de Peter Punk, de viejo verde, de eterno adolescente, aferrado todavía a sus años de juventud, desempleado, libre de compromisos y con el único propósito en la vida de emborracharse y pasarlo bien, recordando los años que para él fueron los únicos que valieron la pena en su existencia. Sus camaradas, por supuesto, no comparten para nada su filosofía: todos han logrado, como se dice, “surgir” en la vida, contando con familia formada, casa propia, trabajo estable, dinero, una vida más o menos predecible, aunque algo monótona. A través de extorsiones, nuestro anti héroe logra convencer a sus reticentes amigos de volver a juntarse y recorrer la vieja milla dorada, porque según sus propias palabras “la edad no tiene por qué interferir en algo tan importante como la amistad”. Sus amigos se sorprenden de ver al mismo Gary de hace más de veinte años, envejecido pero en el fondo sin un cambio sustancial. Es a través de ese recorrido alcohólico de regreso al pueblo de su juventud que los amigos de Gary se van sincerando y van abriendo sus llagas al son de la nostalgia y la cerveza. Sin embargo, la personalidad impredecible de Gary los vuelve escépticos respecto al destino y al sentido de la ruta. Comienzan a extrañar su casa, sus hijos, recuerdan el trabajo, alguno que otro rollo personal. Sobretodo Andy, el mejor amigo de Gary, pero a la vez, el más centrado y reticente a la locura. (Andy le replicaba a su amigo: "Tú recuerdas los viernes por las noches; yo los lunes por la mañana").

Cuando Gary se levanta de la mesa del cuarto pub, y les reprocha a sus amigos estar celosos de su libertad (aún sin saber realmente qué hacer con ella) comienza el punto de inflexión. Descubren que el pueblo ya no es el mismo. Que todo se ha ido del carajo, no porque ellos hayan cambiado. O en verdad sí. Pero se dan cuenta que están rodeados de robots que buscan reemplazar a la humanidad completa para propósitos mayores. Es ahí que comienza la odisea para desentrañar la verdad sobre el lugar, sobre lo que está ocurriendo y en realidad sobre ellos mismos. Gary King, siempre poseedor de la verdad, acaba convenciendo a sus amigos de terminar la ruta para ir hasta el fondo del asunto. Pronto no queda otra cosa que la libertad desatada frente a la certeza terrible del fin del mundo. Gary King desea literalmente llegar a toda costa al pub “el fin del mundo”, por la última de las doce pintas de cerveza, mientras todo a su alrededor se desmorona. Un poco como Teillier en su conocido poema “Cuando todos se vayan”. Andy, su mejor amigo pero al mismo tiempo su antagonista, le sigue hasta el fin del mundo. Tienen la disputa de su vida. Se da cuenta que detrás de ese Gary jovial y libertino se esconde un tipo frustrado, incomprendido y completamente desorientado, que había sido sometido a tratamiento de rehabilitación luego de su intento de suicidio. Entonces Gary insiste en que lo único que tiene en la vida es el recuerdo de aquella noche de 1990 en la cual intentaron llegar a la milla dorada. Se supone que después de eso comenzaría su vida. El viaje hasta el fin del mundo es para Gary en realidad su paso a la adultez, o quizá, mejor dicho, el encuentro consigo mismo, y la reconciliación de su presente con su pasado. Necesita romper ese huevo a través de la milla dorada, de otra forma no puede renacer. Andy le replica que está equivocado y que necesita ayuda. Sin embargo, Gary continúa aferrado a su libertad brindando por el último trago antes del acabóse.

Es en aquel momento de clímax que se sabe la verdad. Que aparece el líder de la Red, instalada en la Tierra hace más de veinte años con el fin de instaurar un nuevo orden de criaturas más perfectas que hagan evolucionar a la humanidad a otros niveles acordes con un equilibrio inter galáctico. Es ahí donde vemos el planteamiento existencialista de Gary, pero un existencialismo trasnochado, algo beatnik y pasado de tragos, que putea a la gran Red y le dice quien mierda eres tú para decirnos lo que tenemos que hacer. La libertad a mansalva. La libertad a pesar del acabóse, a pesar del qué dirán planetario. A pesar de todo. Una suerte de quijote fanático del alcohol y del ya trillado lema del sexo y el rock and roll. Luchando contra los molinos de la adultez, la responsabilidad y ahora la evolución y la tecnología. Sus amigos Andy y Steven acaban por apoyarlo. ¡Ahora somos los tres mosqueteros! grita un Gary borracho, pero lleno de decisión, frente a las máquinas de la Red, perfectas pero faltas de lo más importante: de humanidad y de carácter. Es el individuo de nuevo condenado a su libertad. Ebrio de libertad. El lema sartriano llevado a grados etílicos y consecuencias bizarras. Gary King, en ese punto decisivo, reclama a toda costa su libertad aunque no sepa qué hacer en la vida. Un poco como en la canción de Sumo: nuestro anti héroe no sabe lo que quiere, pero lo quiere ya. Solo quiere seguir tomando hasta que ya no quede mundo. Y que solo sus amigos estén ahí para apañarle. Tengo un poco de Gary King cada vez que se acerca el día Viernes. Tengo un poco de Gary King cuando durante la semana la rutina resulta asfixiante. En el fondo Gary King es más que un personaje patético, más que un anti héroe o que un mal ejemplo. Gary King es un estilo de vida. Un estribillo estridente a la libertad, aunque esta no sepa a otra cosa que rock y cerveza, y se orine en el futuro y en la palabra progreso.