miércoles, 6 de enero de 2016

La canción de la noche

Si mal no recuerdo las pocas anécdotas amorosas de mi vida seguían un patrón similar: siempre terminaban abruptamente, pero dejando atrás una especie de mensaje no sé si literario o simplemente franco, como si en lugar de ser simplemente una posible pareja hubiese sido, en el fondo, mentora encubierta de no sé todavía qué clase de asignatura sentimental. La primera, P, en más de alguna conversación dejaba entrever vivencias o formas de expresar lo que sentía con un cargado matiz nietzscheano, sin que ella lo supiera. De hecho, una de sus frases favoritas era "lo que no te mata te hace más fuerte". Cuando le dije que la frase era de Nietzsche, se sorprendió y como que solo atinó a decir qué locura. Quizá de donde y en boca de quien la escuchó decir. Extrañamente, por aquella época mi lectura predilecta era Así hablaba Zaratustra. Cuando la esperaba en la plaza leía el pasaje de La canción de la noche. Me preguntó de qué se trataba. Le dije que no le diría, para tratar de dilatar el misterio, cosa que ella en realidad interpretó simplemente como que no le quería contar mi lectura de aquel pasaje. 

Después de eso, hablamos sobre cuestiones personales. Ella se desahogaba relatando pasajes un tanto tortuosos de su vida familiar, que en este momento no recuerdo del todo. Lo único que quedó a fuego en la memoria fue que ella expresó haber estado en un psiquiátrico, y haber vivido un gran bochorno en más de alguna indeseable terapia, donde a ella literalmente le daban ataques de pánico y se resistía a la sesión. Incluso me mostró una huella en su muñeca para atestiguar cierto forcejeo, una especie de herida de guerra o, mejor dicho, una cicatriz para darme a conocer su lado más abyecto. Una ofrenda de amor. Prueba de fuego: quererla a pesar de su inminente desequilibrio. Ese mismo día en el que ella confiesa todo ese bizarro episodio y muestra su cicatriz, fuimos a un local y decidido le propuse pololeo. Ella solo atinaba a titubear y preguntarme si estaba seguro. Recuerdo las últimas líneas de la canción de la noche: “Es de noche, ¡ay de mí que me toca ser luz! Y sed de oscuridad! ¡Y soledad! Es de noche, solo ahora despiertan todas las canciones de los amantes. Y también mi alma es la canción de un amante”. Antes de confesarle y atinar en el local no había llegado a esa parte. Más de siete años después la releo y recuerdo la asociación, como en un arranque de locura o de simple despropósito, sin otro sentido que esa relectura obsesiva. Una manía por atar algún cabo suelto de la mente y el corazón a través de una pista literaria. 

Lo que sucedió después de esa noche ya es harina de otro costal. Simple farándula y pornografía. Ese episodio fue un canto y, a su vez, también una locura y una premonición. Ella era la loca por su confesión y también por su apertura insólita, o yo era el loco por apostar a un amor impulsivo y asociarlo a una lectura forzosa del Zaratustra. El tiempo puso todo en su lugar. Los locos en su locura. Las frases cliché y las relecturas en su texto original. Los supuestos sentimientos y pasiones en los corazones que pertenecen. Pareciera que ella o, muy en el fondo, la vida, hubiese dicho: “Ya aprendiste lo que debías, ahora da vuelta la página”. 

Un día, la dionisíaca mentora se escabulle. Nunca más contesta. Faltó decirle que no alcanzó a leer la canción de la noche y su significado para lo nuestro. Faltó decirle que su episodio en el psiquiátrico fue nietzscheano. Por último, faltó decirle que el propio libro de Zaratustra fue escrito una vez que Nietzsche fue rechazado por Lou. La obra de un despechado, la canción de un corazón roto, que yo mismo estaba escribiendo, a oscuras, y a sus espaldas, el libro profético que sería la premonición de nuestra futura ruptura. Pero todo esto, a la larga, ya no tiene sentido, ningún otro sentido que una lectura trasnochada, a solas, mientras cierro la cortina y prendo la lámpara como para fingir que tengo privacidad, y que la oscuridad de la noche ya no me sirve.