miércoles, 4 de julio de 2018

Las calles del centro, vacías, melancólicas, heladas, después de la lluvia. Así deberían estar siempre.
Me he estado acordando harto del episodio Hated in the nation de la tercera temporada de Black Mirror, últimamente. ¿Qué pasaría si el día de mañana, ciertos personajes que se han vuelto trending topic, luego de una masiva funa virtual y de la viralización de un hashtag de odio o repudio en su contra, amaneciesen muertos, despedazados por un enjambre de abejas metálicas hackeadas y manipuladas por un oscuro Mr Robot, que pretende dar una lección moral a medio país a raíz de su llamado "juego de las consecuencias"?. El episodio, aunque exagerado, no resulta tan inverosímil, e invita, desde la perspectiva del hacker, a repensar el fenómeno de los haters vía redes sociales. Estos serían víctimas y, a la vez, cómplices del macabro juego de las consecuencias. La treta en el capítulo invita a reflexionar lo siguiente: en qué medida Internet se volvería un campo de batalla entre un bando moral y otro; en qué medida se estaría dispuesto a adherir a cierta trinchera con tal de ganar un espacio dentro de la opinión mediática, aunque eso implique destruir a su paso unas cuantas reputaciones. La conclusión en el episodio, eso sí, es totalmente inesperada: los pequeños sicarios metálicos acaban también con cada una de las personas que se manifestaron virtualmente en contra de los sujetos que en un principio fueron funados por tal o cual motivo. Como un titiritero maligno, este Mr Robot oscuro lleva aún más lejos su juego de las consecuencias. Plantea que el odio se vuelva contra los propios usuarios, en una suerte de karma que no discrimina a nadie. El precio que se paga por tamaño ajusticiamiento es mayúsculo. Para este hacker, no habría real equilibrio en esa justicia, sino que un indefinido choque de fuerzas, de voluntades que rompen el límite del otro hasta que alguna de ellas ceda en algún punto. La ética no sería otra cosa que esa frontera orgánica entre la integridad y la aniquilación, mediada por el siempre incesante trato con ese otro, a veces abierto al mundo, a veces cerrado por intransigencia.
Soñé que estaba detenido. No recuerdo el contexto. La sensación era la de no saber la causa. Extrañamente rejas adentro no había nadie que vigilara. Incluso hasta se podía salir. Así lo hice. En una esquina había dos efectivos. Algo me decía que pese a esa libertad no podía salir arrancando. La afirmación psicológica de alguna condena kafkiana. Avancé más allá y en un paseo había una chica de onda rastafari. Era de noche. Estaba contando unos billetes entre medio de unas cartas. Pese a la oscuridad, el tránsito alrededor no cesaba. De un momento a otro, nos encontramos conversando. Decía cosas ininteligibles, o tal vez cosas anodinas, mundanales, para prolongar el hilo de la conversación. La cuestión es que no logré retener ninguna de las palabras compartidas esa noche. Solo reaparece de tanto en tanto su cabellera de rastas, negra azabache, algo azumagada, confundiéndose con el tono de la atmósfera. A medida que esa escena muda avanzaba, la sensación en el corazón de la calle era la de algún motín o redada policial. El aire estaba convulso. A lo lejos, desde el lugar donde salía, se formaba una niebla. Algo me decía que debía volver. Estaba detenido en teoría, pero no en la práctica. Los efectivos no parecían darse cuenta, demasiado enfrascados en su inercia. Entonces caminé de vuelta por el paseo. Su forma era similar a la de plaza Italia. No quería volver, pero algo me impelía a regresar. Algún mandato onírico, alguna señal. Todo permanecía oscuro, con la salvedad de que al regresar al sitio cero de la detención, el zafarrancho de la ciudad iba disminuyendo progresivamente, hasta volver a la quietud parsimoniosa del principio. Desaparecían también los efectivos. Solo quedaban la entrada del calabozo y la bruma de la calle que inundaba su contorno. Ninguna otra cosa ocurrió. El momento de la indecisión, tan impreciso como inenarrable, significó a su vez el final del sueño.