sábado, 24 de febrero de 2024

Mini crónica sobre "El Modelo" de Valparaíso. Para quienes extrañan mi clásico estilo de escritura de crónicas. No he dejado de escribirlas, solo me he tomado un receso para reordenar mis ideas:

Anteayer volví a ver al legendario "Modelo" de Valparaíso. "Duro" como siempre, aunque más lento que de costumbre. Nos pidió plata a mí y a mi polola. Decían que el año pasado lo pillaron con espasmos en la Subida Ecuador y tuvo que ser internado de urgencia. Todo indica que se recuperó y volvió a las pistas, aunque nadie sabe si llegó a retomar su proyecto de publicidad de la mano de un tal Bruno Bulgarini, su presunto manager.
El Modelo pasó dos veces por donde mismo estábamos nosotros. Apenas gesticuló una palabra. Con la mano extendida nos pidió un billete. Sin más, le pasé una luca que tenía a mano. Luego miró a la mesa y vio la cajetilla de cigarros de mi polola. De inmediato, ella sacó un cigarrillo y se lo dio. El Modelo, agradecido, se tiró el pelo para atrás, y se metió el pucho a la boca, con su estilo inconfundible. Fue a pedirle plata a un par de personas más y luego se fue rumbo a Bellavista.
"Y pensar que era modelo de verdad", dijo la polola. "¿De verdad?", le pregunté. Nunca pensé que lo hubiese sido ¿Un modelo caído en desgracia producto de la droga o un joven adicto que improvisó una bizarra carrera de modelaje al amparo de la calle y merced a su fama porteña? Solo quienes lo conocen de cerca sabrán de su vida detrás de las pasarelas nocturnas, repletas de luces apolilladas y de cámaras invasivas, hambrientas de morbo.

Proyecto de poemas e imágenes (2012)

Comparto un proyecto de prosas poéticas inspiradas en imágenes sacadas de revistas y enciclopedias antiguas, un experimento que iba a tomar forma de un libro objeto pero que nunca vio la luz. Lo publico por acá para su lectura y visionado. Consta de dos partes: Lámparas y Enciclopedia práctica. 



LÁMPARAS




Es posible que la silla haya sido alumbrada desde un lapso de tiempo relativamente corto. O está la posibilidad de que la lámpara haya sido prendida para la iluminación de alguien que olvidó apagarla y se vuelve el fantasma de una presencia que es el indicio de la luz misma. Puede que en este caso la sola ausencia sea la razón de ser de la luz, o la lámpara un observador ferviente del objeto de la ausencia: la silla o el fantasma. En todo caso, la luz permanece subyugada a su espasmo delator tendido entre observador (no usted) y objeto de ausencia. Ese es su fiel crimen y gracia.






La mujer en estado de ensueño pareciera en secreto aprovecharse de una iluminación inconsciente. Suponiendo que el observador lámpara fulgure por sobre la espalda, el calor en aquella cama es inmensamente híbrido. Y una fusión más que anestesiante conforman una imagen de una posible escena, ahora, entre los pechos de la mujer y el colchón. El desliz tenue de la sábana denota una cierta viveza (o al menos sutileza) tanto de parte del foco de luz como de la hibridez en la proyección del calor.





La luz en la estrechez de la ventana genera un clímax pálido para la panorámica de la oveja. Los tres corderos crean el cuadro perfecto para un lazo filial que suspende a la oveja. El suspenso de los corderos; el cordero al medio mirando hacia lo blanco (no hacia usted). Ambos corderos que connotan a simple vista un riesgo, al reconocer en la oveja observante una lejanía ni siquiera indisoluble con la luz. Pero es la misma luz la cómplice de este divorcio. Por una parte, desnuda al calor. Por otra, invade el misterio de los corderos debajo, en el umbral de la lámpara que recrea la oscuridad inquisitiva de la oveja.





A juzgar por la escena, es posible deducir que el pollo no se mueve:

1 Por la tensión térmica del foco.

2 Por la intemperancia desoladora al salir del foco.

3 Por la sensación materna de calor que cautiva desde el foco.

4 Por la irradiación de un haz en la lámpara que desciende intermitente y obliga al pollo a buscar su lugar en medio del espacio de luz que produce el foco.

5 Porque perdió a su mamá gallina.






La oblicuidad que traza la imagen de los calcetines, puestos en tenue cadena, pone en boga la tardía lógica de los números. Dos pares y uno: el dos que divide al uno, el uno que une el dispar. No se sabe de la existencia del calcetín dispar; sin embargo, está colgado. No se usa; sin embargo, se cuelga, incluso se ordena y forma parte de la incipiente sospecha –como cómplice focal: la lámpara- en la inutilidad de unos pies que no saben donde calzar ni cómo hacer palpable su terreno.






A juzgar por la posición, la gravedad conspira la faz avícola, y en el lavabo llena las plumas restantes. Al alero de alas muertas, pollos que suspenden un vértigo desde el tubo. La cubeta aislada, símbolo y continente del agua, tras colorante mortal, puesta por el hombre como para obviar la forma en que se desata la estática de los pollos, y predecir así el contenido del desplume, posterior al límite de una luz impúdica.




ENCICLOPEDIA PRÁCTICA







La sospechosa distancia entre las barras y el fruto desatan en el mono una extraña intuición. ¿Será que la vara fue partícipe del temprano destello lúdico -su principal medio y fin-, una especie de tercera articulación antecedente de un homo mecánico? ¿O el mono permanece satisfecho en el privilegio que le otorga su cautiverio, y la vara evidencia la manifestación técnica de esa especial inocencia? La segunda imagen bien puede ser una respuesta o una prolongación de la pregunta. La sospecha recae sobre la vara -tercer brazo del mono- y el misterioso fruto, indicio de alguna astucia científica o de un dadivoso azar.

La acción de la vara sobre el fruto, del mono sobre la vara ¿No será acaso el cúlmine y deceso del cándido espíritu presente en el seno de esta fábrica primate, producto de la manifestación latente de una inteligencia, un prodigioso homo faber de propiedades maquiavélicas? ¿O es la señal de que las barras, lejos de castrar toda voluntad, excitan el deseo de experimentación, de plena expresión de ese incipiente tercer miembro brazo- o segunda cola-, verdadero engendro de una ciencia animal?

Quizá el sentido del distante fruto acabe por alimentar el nervio desatado por este juego de eficiencia: las manos del mono como símbolos del cosmos que juega sobre el caos y se fabrica a sí mismo, el candor subyacente a las manualidades de la naturaleza, espacio donde el espíritu lúdico y técnico son uno solo, y el mono como el mártir de ese fenómeno; o quizá la barrera haya sido instalada por ese otro, sujeto anterior al fruto y culpable indirecto de la escena, donde el fruto se transforma en señuelo, y ambas imágenes acaban por formar la secuencia de enajenación industrial del mono o el superior despliegue de un travieso caos.

De todas formas, un siniestro condicionamiento puede arrojar al absurdo los residuos de voluntad en la vara y en las manos del mono, mecanizando su ímpetu; o bien, aquella acción puede ser la máxima fase de la criatura que con su inteligencia se aventura y redime a la técnica de su monotonía, abriendo las articulaciones hacia el hambre de lo desconocido: el fruto, el afuera o el horizonte de las manos.




El ruido se instala en la familia de ratones. La inaudita pero elemental disparidad de los colores, la matriz cromática de los padres, quizá por su distancia tan seductora, insta al inevitable magnetismo de los opuestos, la simbiosis de las pieles, a su vez como la electricidad del conflicto entre negro y blanco, ahora, extremos de pureza roedora.

Llevan la energía de la mácula, el ratón dominante como materia prima en la forma pálida de su otro, pero esa mancha gloriosa inaugura su transmutación una vez se vacía de pureza, y entonces rompe hacia una gris entidad. De ese ruido pueden los padres renacer y derramarse, negros en su concepción, híbridos como en un choque de luces, jugar a excavar agujeros físicos, químicos, muchas otras manchas prodigiosas en la Gran Madriguera, espacio tiempo en el cual los grises se entrometen como en un ritual de su mixta existencia.

Los grises primogénitos se atan a la piel, el opaco esplendor de los puros, y enredados en su cuerpo bipolar, atraviesan el umbral de creación, en el hondo universo de los que roen sus colores.

La energía de los grises es llevada al paroxismo: cavan, cavan hacia el otro lado y encuentran la mácula, continúan más profundo hasta hacer del gris el color de la vida, el nuevo blanco y negro, corrupta pureza que se crea a sí misma, y cueva donde la herencia vuelve a la carne.

Los segundos grises, los últimos ratones, roen y roen, socavan sus blancos y negros, en la alquimia de su sangre el gris de sus padres acaba por roerse a sí mismo como en un corredor sin salida de su laberinto genético ¿parricidio o prodigio? La generación de segundos grises quiebra con la anterior pureza. Ellos echan raíces en la estructura roedora, cavan la médula y desatan la chispa recesiva. Los nuevos ratones negros y blancos comparten con los nuevos grises el festín de la autofagia. La familia está completa. Los colores se han desintegrado. Los roedores han vuelto al ruido poético.






Unas presencias en el jardín de experimentos, unas presencias, que a pesar del orden perturban la química, permiten la complicidad entre los artefactos y los amos de la materia gris, ejerciendo un extraño techno ex machina que no actúa sino como plagio del acto divino de creación.

Los ojos y los dedos aquí son los agentes del carnaval fenomenológico, meros autómatas, mutantes químicos, sin forma, como las presencias que habitan los utensilios y esperan ser desvirgadas por la utilitaria sensualidad de la ciencia. Es posible apreciar un instante indeterminado de esa orgía y optar inexorablemente por ser el genio o el experimento, o una potencial mezcla de ambos, cosa que agota su sentido entre las mentes de los amos y el ser-devenir de sus experimentos, un verdadero hijo del error, a medio camino entre la vida ciega y la abstracción mental.

En el primer amo, se aprecia el sereno y oscuro secreto de la escritura, retratada como la matriz de alguna teoría nonata, un ensayo para desatar el posible divorcio entre lo vivo y las creaturas de razón; o bien, como el proceso en el cual las ideas brotan encadenadas por un cordón físico, un lazo filial entre las cosas sensibles y su complemento mental.

Algo ocurre con el segundo amo: su presencia, aunque conectada con el primero, y articulada con la Mente Mayor, maestra de este carnaval, no apunta hacia el escenario de experimentos. Algo distrae al agente: una intuición sobre lo falso de las mezclas, el progresivo absurdo de sus fórmulas, o el síntoma de alguna revelación, algún engendro del azar que haya violado la ingenua lógica de semejante simulacro, víctimas microscópicas de una conspiración de manos y sentidos. En ambos casos, el amo imprime la nota discordante, la precisa cuota de caos al total del experimento.

El tercer amo aparece en inversa proporción con el primero, de espaldas hacia usted. No revela su faz en el acto de experimentación, a pesar que en el primer amo el rostro se manifiesta como accidente de la presencia, en función de una escritura fantasma. Sin embargo, una cosa se halla suspendida en las manos del tercer amo, algo que desafía una vez más la frontera entre la experiencia sensual y la intervención racional del artificio.

Los amos develan el ficticio candor de sus intenciones. Un cuarto agente en la esquina, oscuro e impenetrable, inaugura una vez más el dilema escondido sistemáticamente tras la ilusión del hacer: genio o experimento.






En el centro de la arbolada, un hermetismo se expresa bajo las sombras que parecen custodiar o secuestrar la imagen de un hogar, frescamente acogedor, de fachada pudorosa, con un efímero potencial hospitalario, de todos modos, vegetal en su misterio. Subyace la idea de un estar no presente, vacío de habitat, o de una reclusión geométrica opuesta a la vida de los árboles, que parecen cómplices de algún destino extranjero.

Diferente a la meditación de las plantas, sin embargo, se divorcian de cualquier solidez neutra, condenadas a ser vigas y máscaras de la naturaleza, inútil para el vicio de lo permanente, el perfecto espejismo de lo que pudo estar y no hace sino persistir, introvertido como piedra, con vergüenza de algún espacio-tiempo verde y animado, irónicamente ausente, tras los árboles que articulan un meta-cautiverio: la morada que se exilia hacia adentro, vaciándose de aire, de vida y de memoria.






Cierto trance en la velocidad del nado opaca el virtuosismo del brazo en función de la cabeza de la mujer, suspendida en la superficie como mediante una voluntad atlántica. Las gotas alrededor dibujan los vestigios de un respirar y un fluir aparentemente armónicos, la imagen del encuentro entre la violencia de las articulaciones y la voluntad que mueve hacia lo líquido, precisamente la nostalgia de llegar a tierra o escapar de ella. Las facciones náufragas de la mujer atestiguan el horror por esta verdad, o simplemente el espontáneo trauma de perder de una sola vez el aliento.

Considerando que la falta de oxígeno lleve a imaginar el episodio de alguna inmersión heroica, de todos modos prevalece una especie de limbo, ya sea como cuerpo desafiando su propia gravedad o como agua de fondo y extensión indefinidas. Extrañamente, el gesto de la mujer no hace más que burlar aquella pretendida preponderancia, y el brazo se vuelve el agente antitético que pugna por un ir más allá, una suerte de entidad que va contracorriente al tiempo, que desafía la terrena displicencia del observador, quien solo respira el aire de los hipócritas que se sienten a salvo fuera del agua.






Las nanas atrapan con la mirada lo recóndito de una ternura prohibida al observador, pero el esfuerzo por ver su imagen pura, por imprimir una nada maternal en el no rostro, resulta un acto meramente estático y auto complaciente. 

Le está vetada a usted la consecución de dicho acto. Sin embargo, ya participa de las visiones y se vuelve una tercera nana. Ni siquiera usted sabe, paradojalmente, si sus miradas corresponden a una garantía de sorpresa debido a una extrema candidez, o a la realización de cierto morbo que tiene como objeto al vicario de una figura tempranamente láctea y sanguínea. 

Los ojos testigos parecieran disputarse la visión, y con ello forzar el aura hospitalaria de las mujeres, quienes en sus miradas esconden sutilmente una faceta siniestra. Impacientes por robar el ser visible del bebé, en cambio, invitan al espectador a la poética de la orfandad, a la entropía de lo familiar, al viaje interno de la falta de origen, la presencia vicaria de la madre en usted como sujeto fugitivo, y nuevamente como aquello que debiese propiciar la vista de un blanco rostro, subliminal, como el capricho de mujeres que simulan ser guardianas y matrices, de nadie y de nada, arrebatando el aura de la criatura, y burlando el mito de los padres, parasitariamente frente a sus ojos.





La serenidad de las niñas al fondo provoca la discordia en el clima de la cocina, por lo cual es posible percibir la tensión existente entre aquellas niñas del rincón y las pupilas con sus maestras vigilando cada olla (es cosa de ver las miradas acechantes para saborear la imagen mental del alimento creada por las niñas; o bien, una suerte de ansia por observar el alimento desde su ser-cocinado, su carácter de molde nutricio, plástico a las manos y sentidos). 

Puede sentir en carne propia la anarquía de su estómago -usted, observador- al constatar casi como mediante una voz agorera la aparición del Hambre, materializada tanto en las oscura pasividad de las niñas marginadas de la cocina como en la ingenua laboriosidad de las pupilas al alero de sus maestras, a simple vista, responsables del arte culinario, mercenarias de la cocina como espacio y acto.

La niña del horno apuesta por un equilibrio en la confusión de la cocina, la atmósfera de hambre unida por pequeños y particulares apetitos, construida precisamente por la sana labor (más bien, festín) que surge de las ollas. Sus manos sostienen el caldo de cultivo de aquella tensión. El contenido del plato puede ser la llave para la determinación de la comida en su calidad de tentativa, o el alimento como obra maestra, como un cosmos autónomo, anti proyecto, en suma, anti-cocina.

Si la niña del horno extrae el plato en su integridad, entonces, cabe apostar por la idea de perfección, en cuanto al todo de la obra culinaria o, más bien, por el fin del proceso de cocina en las ollas, con las pupilas y maestras como sus autoras y sus cómplices. 

¿Y si la niña del horno resulta una figura temprana que coloca iniciáticamente su plato experimental, depositando en él ingredientes, recetas, condimentos, sobre todo, apetitos esotéricos reservados solamente al Hambre y negados de plano al observador? 

En cualquier caso, la niña del horno parece ser la portadora -maquiavélica o cándida- del sello del hambre huésped de sus compañeras, o del gusto especial, a todas luces, ausente en las miradas de las niñas del rincón, que puede reivindicar, a pesar de su incertidumbre, la pura industria de las niñas en las ollas, más acá de toda cocina y más allá de toda hambre, ante lo cual, a usted, observador, solo le restará sentarse, esperar y elegir el menú.





Brazos en alza formando una V. Manos en la cintura y codos en arco. Piernas inclinadas conservando la posición. ¿Un solo ejercicio para tres hombres distintos? ¿O tres movimientos en serie para un mismo hombre? 

La disposición de cada una de las imágenes hace pensar al observador que el montaje devela una secuencia de ejercicios sincronizados, y que el cuerpo del hombre, matriz del dinamismo, va articulando el movimiento en una serie continua producto de la proyección de la secuencia en la mente de quien observa. 

Así, quien se ejercita es usted mismo. En su mente, a medida que observa el montaje fotográfico, repite la gimnasia del hombre atlético. Brazos; luego, manos; finalmente, piernas. Repítase una y otra vez, o en sentido inverso, según sea el patrón obsesivo del momento. 

Lo único que se mueve en estricto rigor es la estructura que usted mismo ha creado a raíz de su interpretación de las tres imágenes ¿Será el deseo de estar ahí ensayando la secuencia del hombre como su instructor? ¿O solo la mente que juega con usted, simulando estar en el lugar del hombre, repitiendo cada uno de los movimientos descritos en las fotografías? 

De una forma u otra, es su mente su entrenadora personal, susurrándole al oído la correcta ejecución de cada una de las maniobras por separado o en conjunto. Su ojo desvelado plasma ahí la mirada cinematográfica: se imagina que las tres fotografías alineadas conforman la parte de un todo, la etapa singular de una serie de otras rutinas físicas. Y su instinto corporal, con estos antecedentes, no puede evitar enviar las señales respectivas, en estos instantes, y provocar el movimiento subliminal o deliberado de sus brazos, sus manos y sus piernas, ya sea observando directamente las fotografías o bien pensándolas en su ausencia, conforme usted comienza a imitarlas y ejercitarse, indefinidamente, en un programa hipotético.





Cada posición de la mujer sobre la silla sugiere que existe un ejercicio independiente del otro dentro de la secuencia. O eso es lo que la diferencia en las posturas y las partes trabajadas del cuerpo le hacen creer. La primera posición se enfoca sobre uno de los pies en movimiento circunvalatorio. La segunda pone su énfasis en la flexión de brazos junto con la inclinación y espiración correspondiente. La tercera mantiene la pierna derecha sobre el respaldo de la silla, deja caer el brazo derecho e inclina el tronco expeliendo el aire de la mujer. 

Si se atiende a la integridad de cada ejercicio por sí solo, se puede entender su carácter autónomo, y focalizado estratégicamente en las partes descritas. Pero si el observador atiende al montaje de las fotografías, puede recrear una posible secuencia, una sola rutina consistente en tres etapas, pudiendo alternarse el número de movimientos en cada una de acuerdo a las exigencias gimnásticas. 

Considerando lo anterior, es posible concebir la progresión de la anatomía de la mujer desplegada a través de esta serie de ejercicios. Solo uno de los pies, el derecho, acaba por hacer contacto con la silla, en la tercera etapa. Las manos, por su parte, alcanzan a tocar la silla solo en la parte intermedia. La espalda se arquea de manera prolongada siguiendo el movimiento del brazo hacia la última etapa. Y la cabeza es la única parte del cuerpo que se dobla hacia adelante o hacia abajo en dos ocasiones, mediando la primera y la tercera etapa a través de una suerte de continuo. 

De ese modo, durante la segunda etapa, son los brazos los articuladores protagonistas, sobre los cuales recae toda la carga del dinamismo de la mujer, conservando el resto de su cuerpo la estricta posición recta y evitando cualquier fuerza inútil, desperdiciada, fuera de rutina. 

La mirada de la mujer, en este punto, es aquello que permanece ajeno a las zonas trabajadas, a la sombra de la gimnasia, pero que, sin duda, interviene activamente, poniendo toda su atención sobre el pie circunvalado, el respaldo de la silla y el suelo, zonas gravitantes en las cuales recaerá todo el peso de la inercia, el límite palpable del poder subyacente a la imagen y su carga cinética.



Fuentes

1.- Revista Mecánica Popular - Volumen 20 - Febrero 1957 - Número 2

2.- Enciclopedia práctica Jackson. Conjunto de conocimientos para la formación autodidáctica – Tomo III – 1955 – Quinta edición.