sábado, 28 de abril de 2018

"¿Cacha Perdona nuestros pecados, profe?". El cabro que preguntaba veía un episodio con una compañera en la sala de computación. Le explicaba que sí, pero que no la seguía. Entonces, la chica que lo acompañaba me mostró una foto. Era Alvaro Rudolphy. Ella decía si conocía al personaje. Le repetía que no, que solo al actor. Así, tanto el cabro como la cabra, al notar que no tenía idea, volvieron a ver el capítulo, sacando la vuelta para la investigación que debían hacer. Ya saliendo, en la sala de profes, la secretaria nueva se arrimaba a un costado del lavabo para limpiar unas tazas sucias, repitiendo que a nadie se le había ocurrido lavarlas. En eso, ya no me acuerdo cómo y a propósito de qué, salió la mención de Verdades ocultas, otra teleserie que, por supuesto, no había visto. En el momento que la secretaria lavaba lo sucio, y yo espantaba a las hormigas que comenzaban a encaramarse por entre la mesa, ella comenzó a explayarse sobre el culebrón, con suma confianza. No le importaba si la había visto. No le importaba, de hecho, si me interesaba. Le afirmaba todo lo que decía, en cambio, como queriendo que la mención al contenido se diluyese lo antes posible. Una vez terminada la limpieza, volvía con toda soltura a su oficina. Ni siquiera sentí la necesidad de recomendarle lo que estoy viendo por internet. La verdad oculta de la secre era su pasión por la telenovela. El pecado que se les perdonaba a los chicos, por su parte, era que prefirieran ver tele. La escuela. En qué momento la escuela se había vuelto tan televisiva.