jueves, 2 de julio de 2015



Cuando se ven esos vídeos documentales sobre las proporciones gigantescas de tamaño entre la Tierra y los Soles y las galaxias, aflora de inmediato esa típica pregunta tardía respecto a nuestros problemas y su relativa insignificancia (como si preguntándose sobre el universo inmediatamente se postergaran). Siempre cuando se cree perder el tiempo, en realidad se está pensando. Así es el pensamiento: un naufragio gratuito a través de cosas que no sirven ni todavía tienen nombre. Se pierde algo en esos videos (el sentido de realidad, del deber, del día a día), y sin embargo, algo queda: La sensación de que hay algo más que tu metro cuadrado; una cierta sensación de impotencia; cierta temeridad, impulsada por la ignorancia, por la sangre. Como si todo fuese un baile cósmico del cual el humano en su pequeño orgullo cree restarse, con su pequeña miseria y su cuota de sentido a orillas de todo un océano de indiferencia. Como si ser o no feliz fuese trascendente, como si buscando la verdad en uno se accediese de lleno a una nada, o como si saliendo al espacio se buscara uno una nueva vida... pero aquí se sigue. La ciencia le abre la puerta al misterio pero también sirve de consuelo para los pequeños egos que piensan en cómo enfrentar el próximo día, la próxima vuelta de la esquina, la próxima conversación remota, el próximo pedazo de mundo que aparece engendrado en la conciencia, esperando otra vez aparecer deletreado en el alfabeto de la vanidad personal.