domingo, 12 de octubre de 2025

Durante un comité en el Magister, había que revisar nuestros respectivos avances de los proyectos de escritura. El mío, una posible crónica sobre el incendio de El Mercurio de Valparaíso, no salió muy bien librado, y era previsible, porque la investigación del caso no ha dado las respuestas ni los resultados que esperaba, debido, en gran parte, al hermetismo en torno a lo que allí pasó. Al no tener mucha información más allá de la aparecida en los medios, el texto se vio afectado: abundó en tanteos tímidos, lugares comunes, pasajes incompletos o insustanciales. Tuve que inventar mucho, y tenía, por eso mismo, miedo de “quemarme” y entrar en el terreno de la especulación, metiéndole demasiada retórica y función poética. Lo que ocurrió con el análisis de una compañera, eso sí, me motivó a repensar el texto. Luego de una lectura acuciosa, ella dijo que el texto tocaba un tema álgido desde una perspectiva personal, pero que, por eso mismo, le faltaba “malicia”, es decir, “pensar mal”, “quemarse”, atreverse a indagar en la herida, en los motivos ocultos, en las probables intrigas del asunto. Estaba aún como mirando por fuera, como mero espectador frío de algo que no entiendo más que como verdadero protagonista de una historia en la cual estoy metido hasta las patas. Por primera vez, después de mucho tiempo, una prosa mía recibía una crítica severa, aunque con ánimo constructivo. En ese momento, algo se remeció dentro de mí. ¿Mandar todo al carajo, abortar misión o seguir adelante con una porfía descomunal? Mientras el resto de los compañeros seguía en lo suyo, lo que hice en ese instante fue agarrar una hoja del cuaderno, escribir algo en ella con letras grandes y mostrarle lo escrito a aquella compañera. En la página se dejaba leer, con una tipografía mínima, la palabra “Malicia” de la cual sobresalía una larga cola de flecha, cubriendo todo el espacio en blanco. La compañera alcanzó a leer la palabra que había salido de su boca, perfectamente deletreada. No dijo nada más.

De ahí en más, me propongo agregarle esa malicia a los escritos, si es que no lo he hecho ya lo suficiente, hasta este punto. Un toque de malicia no viene mal. Un mal pensado toca volverse, porque nada hay de inocente en toda esta mierda.
Se escribe de manera impenitente, o sea, obstinada, perseverando sin arrepentimiento.
Un compadre que expuso en el Congreso de Horror y metal me preguntó si acaso conocía o había leído algo de Ernesto Rodríguez. Se refería a Ernesto Rodríguez Serra, docente y escritor porteño, fallecido hace poco. Le dije que sí, que, de hecho, tenía pendiente leer más de él. El compadre aprovechó de decirme que sacaron El distraído, libro con sus textos, en verdad, “los que dejó desparramados”. Dijo que se acordó, porque son justamente parecidos a los textos que yo suelo postear en facebook (y con los cuales me hice relativamente “conocido” entre algunos personajes de Valpo y hasta cometí la osadía de publicar un libro con ellos): reflexiones, citas, máximas, ideas dispersas, etcétera. Me recomendó expresamente El distraído, porque se trataba de una especie de diario de vida, “muy transparente”. Efectivamente, ese libro recogía gran parte de la obra escrita de Serra. La escritura de diario suele ser muy nutrida, aunque muy poco valorada a nivel mercado. Al comentarle esto, el compadre asintió, y agregó que, a veces, en la correspondencia entre autores, también se encontraba mucho de verdadera escritura, si entendemos por verdadero, más bien, algo genuino, espontáneo, honesto, sin tanto artificio ni edición ex profeso. En efecto, mucha honestidad corría por las letras del género epistolar y del diario en general. Pienso, de inmediato, en los propios diarios de Kafka, no tan leídos como sus novelas angulares, o en Pavese, con “El oficio de vivir” y en Pessoa, con el “Libro del desasosiego”. Incluso, en el ámbito latinoamericano, pienso en Julio Ramón Ribeyro con “La tentación del fracaso”. Chile no se queda atrás, por supuesto. Tenemos el caso de Luis Oyarzún, cuyo Diario íntimo gané en un concurso de crónicas convocado por la Universidad de Valparaíso, y que aún conservo tal vez como un premio irónico a la pura pulsión de seguir escribiendo. Al escuchar sobre Oyarzún, el compadre mencionó su Diario de Oriente, además de sus diarios de viaje, los cuales tienen su parangón hasta en las antiguas crónicas de Indias. Habló también sobre los textos de Rosamel del Valle en la Nueva York de los años 30. Eran todas joyas literarias, ante las cuales, sin embargo, las novelas se hacían más y más canónicas. El compadre lo entendió, y contó una breve anécdota para continuar con su planteamiento. Dijo que, hace un tiempo, un amigo le habló sobre música a raíz de un tipo que tocaba en la calle en Concepción, sobre todo, clásicos de Pink Floyd y algo de jazz. La gente pasaba y le tiraba sus monedas, bien pocas, y su apariencia era bien “venida a menos”. Él le decía que la mayoría de los músicos se movían en un mundo así, o quizá en escenarios under, que no vivían de la música por ningún motivo. Según el compadre, lo mismo ocurría con la escritura. El 90% de lo que se escribe está en diarios o textos que no serán leídos o tomados muy en cuenta, y es ahí en donde reside, a su juicio, el valor de aquellos géneros epistolares y autobiográficos. Eso mismo creo. Se ha vuelto una idea sostenida en el tiempo. Yo diría que hasta una obsesión circundante. En lo epistolar y lo autobiográfico hay mayor honestidad, aunque tenemos que ser lo suficientemente honestos, valga la redundancia, para entender que toda escritura literaria es, a su vez, una construcción, y que no vale tomarla en cuenta como documento de referencialidad absoluta o de veracidad unívoca. No es esa su función. Nunca lo fue ni lo será. El compadre siguió hablando sobre un libro llamado Negocio familiar de A. Campos. Al autor le gustan los diarios, pero solo cuando están escritos de verdad, sin pensar en qué van a decir los vivos, sin pensar siquiera, como Kafka, si van a ser leídos. Antes de despedirse, le recomendé al compadre, de manera expresa, la lectura del diario de Pavese, tal vez uno de mis predilectos: “El oficio de vivir”. Dijo que lo iba a buscar. “Brutal. Descarnado a cagarse”, comenté, a modo de cierre, pensando en algún ritmo acelerado o en algún sonido distorsionado, porque escribir es eso: un oficio en bruto, aceleración de las ideas como si se tratase de partículas, una brutal convergencia de factores, una fuerza que buscara expresar el torrente de la propia vida, que tuviera la suficiente crudeza como para desnudarse sin culpa, algo, en definitiva, “descarnado a cagarse”, escabroso al punto de la vacilación. En El distraído, Serra escribió: “No he sido nunca un escritor, sino un pájaro que se desintegra en su canto”.