martes, 28 de febrero de 2017

Pynchon

Un loco de la u, amigo, escritor muy a su pesar, que escribe como poseído una infinidad de cosas, muchas veces disparatadas, otras geniales, me habló cuando lo encontré al paso sobre una novela de Thomas Pynchon: El arcoiris de gravedad. Decía que sería su próxima lectura, después de terminar con la saga de David Foster Wallace. Recuerdo que hablaba sobre la creación de una especie de revista folletín. En la portada estaba la bandera de chile empalada sobre el anónimo trasero de alguien. Una metáfora de nosotros mismos, decía de forma jocosa. Con el humor distinto que le caracterizaba. A veces las lecturas se parecen a sus lectores. El amigo es profesor, igual que yo. Muy a nuestro pesar. Su polola me decía la otra vez que renunció por un tiempo a la pedagogía para dedicarse a vender, cosa que se le da bastante bien. Según él volverá pronto. Mientras tanto, me decía que seguía escribiendo. Que se imagina que en un futuro podría dedicarse enteramente a escribir. Volverse de esos freelancer que vive de escritos por entrega. Algo solo posible en la Norteamérica de Mailer, le decía. No, algo posible en la república de tu mente, me replicaba. Alguien a quien admiro sinceramente, precisamente porque se parece a Pynchon.

El finiquito

Me informa la secretaria que debo ir a buscar el finiquito. Enseguida la duda me corroe. El sudor actúa. ¿Por qué habría de tener finiquito, si mi contrato fue renovado? Voy donde la oficina del instituto. La secretaria me señala que debo firmar el finiquito. Le pregunto que por qué, a cuál finiquito se refería. Como K en El proceso, no sabía de la existencia de ese tramite pero se me interpelaba a cumplirlo. La secretaria al constatar la incertidumbre, la estupefacción ante ese papel inoportuno, me explica que se trata de una cuestión meramente interna. Un procedimiento que la directora tuvo que realizar para hacer valer legalmente el año de trabajo de cada profesor. Significa en el fondo que no estaré despedido. Que seguiré con la renovación del contrato, volviendo a empujar la rueda infinita de la obligación, solo que mediante la simulación de un finiquito sin remuneración, para facilitar el impasse burocrático de nuestra jefa. La secretaria, en un momento de confianza, explica que todos los años tendrá que ser así. Que ese será el modus operandi de ahora en adelante. Mediante la existencia de un finiquito fantasma, nuestro contrato quedaba sellado. Tal cual un sisifo de los tiempos modernos, como empleado de una educación formalísima, me tocaba, junto con otros colegas, compañeros en ausencia, firmar un documento sin efecto. Esa firma era el símbolo recursivo de nuestro destino laboral. Llegando a casa, el comprobante de ese falso finiquito cae al suelo. Antes de recogerlo, lo primero que se vislumbra es el cero, el cero que representa la nada pero también a su manera el eterno retorno. La eterna simulación.