lunes, 11 de junio de 2018

Ya tengo 30 años. Estoy sentado junto a la ventana, mirando el charco de agua que se deja colar en el entretecho, mientras continúo tirando al suelo el desperdicio de las termitas y repitiendo el ritual de todos los domingos ¿qué se supone que cambió? ¿Qué folio? ¿Qué página de qué libro fue arrancada? Un título de una novela de Electorat me hace sentido en este momento: la burla del tiempo. ¿Cumplir años es solo cuestión de biología, de cronometría? ¿O tiene que venir necesariamente seguido de una reflexión lacerante, de un autoanálisis morboso, para que la experiencia no se sienta solamente como un residuo, y en algo tenga que cuajar? Se celebra acaso la pura casualidad de nacer, (su inconveniente), bajo unos parámetros ajenos, el tiempo y su realidad atravesado de condiciones, de coordenadas ilegibles, a través del cual se va urdiendo esta trama de aciertos y de derrotas, solo para engañarse a si mismo y seguir adelante, impulso ciego de la vida, disfrazado de voluntad, desconociendo el origen y tampoco visualizando del todo el final, aunque intuyéndolo paso a paso, año tras año. Cumplir edad como quien paga una deuda. Se abona en vida el tiempo que la muerte nos adeuda en préstamo. Ya tengo 30 años, y ahora me tomo el último tapsin guardado en el cajón del velador desde el invierno pasado, solo para seguir dándole a la matraca del destino y obviar el hecho de que la lluvia, como el tiempo, puede volver a amenazar.