domingo, 31 de enero de 2021

En jerga de gamer, siempre hablábamos del jefe como aquel enemigo contra el cual se luchaba para poder ganar una etapa y pasar al próximo nivel. La cantidad de jefes y su nivel de dificultad generalmente iba aumentando conforme se avanzaba en el juego, hasta llegar al jefe final que vendría siendo el archienemigo del protagonista o, al menos, el antagonista de la historia. Esta lógica era muy básica pero increíblemente nos significó horas de vicio, dedicación y compromiso emocional. Después nos dimos cuenta que también existían jefes fuera de los videojuegos, allí en los lugares donde se debatía la vida y todos sus calabozos. Eran simplemente aquellos sujetos que estaban dispuestos a derrotarnos o a humillarnos si no sabías cómo enfrentarlos. Había que superarse y ganar experiencia para poder tener el coraje de volverse un oponente digno. Aunque, en dichos escenarios, el jefe nunca se mostraba como tal, y solo lo hacía cuando se veía amenazado o seriamente acorralado. Entonces, la única posibilidad era adoptar una posición mucho más asertiva. Esconderse si era necesario. Esperar la oportunidad para atacar o simplemente resistirte a las provocaciones, de modo que al jefe no le quedaba otra que mostrarse en su verdadera forma y exponerse. Había un triunfo después de esa hazaña, pero no un triunfo total, a lo sumo, una victoria pírrica. Pasábamos a otro nivel, tal vez, pero no garantizaba que saliéramos del calabozo ni mucho menos que ganáramos el juego. Es más, los jefes de la vida real encontraban la forma de hacernos ver que derrotarlos no significaba nada o que, incluso, su derrota en sí misma implicaba la nuestra. De esta forma, comprendimos que aquellas horas interminables de simulación nunca nos prepararon de manera óptima para el macabro y enrevesado juego de la vida. Siempre había que improvisar sobre la marcha, tratando de armar mapas en la cabeza, con los pocos puntos de experiencia que íbamos sacando a raíz de los múltiples errores y desaciertos, creyendo tener una consola en nuestra mente y un control que nos permitiera conocer todos los patrones y combinaciones posibles con solo pensarlos, pero el jefe de la realidad siempre se nos adelantaba, de alguna forma. Había que ser como él o derechamente plantearse la posibilidad de que el jefe final fuera uno mismo, y no existiera otra salida del calabozo que la resignación o el autosabotaje. Pero entonces recordamos que la partida, en ese plano, puede repetirse constantemente, sin llegar a morir, y el juego puede darse vuelta, una y otra vez, sin que eso implique su total agotamiento.