martes, 20 de junio de 2017

Buenos para nada

Muchos se jactan de ser tal o cual cosa. Es de lo más común del mundo. En cambio, pocos se jactan del hecho de ser unos verdaderos "buenos para nada". No veo allí nada vergonzoso. Sino que, por el contrario, motivo de orgullo. Incluso, de cierta condición de privilegio. Hay todo un arte, hay toda una ciencia en no ser nada. (Léase, "El hombre sin atributos" de Robert Musil).

Sala cero

Hay una sala desocupada junto a la puerta de la secretaría. Una sala que hasta el momento no tenía ningún uso en particular. La directora del año pasado la llamaba la "sala de reflexión" con una sonrisa irónica. La llamaba así porque no hallaba de qué otra forma llamarla (o porque, para ella, inconscientemente, la reflexión no conduce a nada). Una sala dispuesta en un principio para clases pero que quedó a la deriva y, por tanto, disponible para cualquier otro motivo de alternativa o emergencia. Allí, en esa sala cero, se realizó uno que otro consejo de profes. También allí se dejaba a los pendientes que debían notas o trabajos. Algunos se metían allí durante el recreo para ponerse a jugar a la pelota. Incluso se realizó allí una convivencia exprés para el día del alumno. La mayor parte del tiempo funcionaba como una especie de bodega de libros o materiales en desuso. En ciertas ocasiones, cuando ya no quedaba nadie, la sala permanecía completamente vacía, incluso libre de objetos inertes. La sala de clases que nunca lo fue. El viernes en la mañana, sin embargo, al cruzar por el pasillo lateral a esa sala vacía, se podía divisar a través de las ventanas a un montón de gente sentada, mirando de frente una diapositiva y atenta a lo que parecía ser una profesora o coordinadora de algo. Una tipa fumaba afuera de la entrada a la secretaría, cerca a la puerta de la sala cero. Le pregunté a la secretaria quienes eran todas esas personas desconocidas. Ella dijo que eran del SENCE. Eran cesantes que asistían a un curso de capacitación laboral del SENCE. Por x motivo, confidencial, oculto al profesorado, la directiva había decidido habilitar de un día para otro esa tan pintoresca sala vacía para algo más que un fin vicario o residual. Los cabros, ni tontos ni perezosos, notaron el hecho. Una de ellas preguntó quienes eran. Otro qué hacían allí. El director había dejado en claro que no podían tener contacto con los cesantes invitados, a fin de evitar inconvenientes. Recuerdo que un alumno en recreo tiró una talla de antología al respecto: "¿Nos están acaso mostrando indirectamente nuestro futuro?". La directiva, como siempre, con sus decisiones a puertas cerradas, había dejado el instituto, que no es ni de los profes ni de los alumnos, a disposición de agentes extraños, con el fin de "abrirle las puertas" a los cesantes al universo laboral, tal cual como solía repetir la encargada del curso. Buscar una oportunidad de capacitación laboral en el interior de las dependencias de un instituto dos por uno. No deja de parecer irrisorio y anecdótico. La sala cero se volvía así la metáfora del universo laboral; uno que solo se abre en la medida de la necesidad de los otros, y que, sin nadie adentro, no revela otra cosa que el vacío de su utilidad.
“Si yo no hubiera escrito, no sé qué hubiera hecho, a lo mejor habría sido delincuente”. Gonzalo Millán.