viernes, 11 de julio de 2025

¿Trazo oblicuo o apuesta final? hacia una conciencia “metanarrativa” en Sobre la muerte del autor de Álvaro Enrigue

Al leer el cuento Sobre la muerte del autor del escritor mexicano Álvaro Enrigue, lo primero que resalta es el cuestionamiento del narrador sobre el acto mismo de contar. Parte con una locución adverbial que expresa incertidumbre respecto a su posibilidad de contar determinados cuentos. Eso que podría denotar, en principio, un signo de impotencia, resulta, en cambio, un elemento crucial para comprender no solo la obra en sí misma, sino que la propia producción de Enrigue y su diálogo con los discursos críticos contemporáneos de fines del siglo XX que invitan a problematizar el límite entre lo real y lo ficticio en los textos literarios, el horizonte que separa a un género de otro y el propio lugar del autor en el despliegue de la escritura narrativa.

El cuento, publicado el 31 de julio del 2005, en la revista mexicana Letras Libres, constituye una muestra del estilo que el autor ha ido afinando con el tiempo, sobre todo en su novela El cementerio de sillas (2002), en donde propone una narrativa que desmitifica el relato histórico unívoco y homogéneo, y en el que experimenta constantemente con los modos de contar, al punto de desafiar la propia mirada de quien relata. Sobre la muerte del autor articula un ejercicio similar dentro de una narración que se interroga sobre sí misma, sobre su sentido y su propósito. Así, el cuento configura un narrador autocrítico y consciente de sus propias limitaciones al momento de contar lo que pretende contar, de tal o cual forma, de acuerdo a determinadas intuiciones y reflexiones que enriquecen su construcción. En su edición original, el cuento parte con el siguiente epígrafe de Garcilaso de la Vega: “escrito está en mi alma vuestro gesto, y cuanto yo escribir de vos deseo, vos sola lo escribisteis, yo lo creo”. El epígrafe nos ofrece una luz de sentido para comenzar con la lectura, una pista, una resonancia que reverbera en el camino, sobre todo cuando se trata de contar la historia de otro personaje distinto al narrador: Ishi, un indio yahi que fue encontrado en estado salvaje, en la villa de Oroville, California, en el año 1910.

El narrador protagonista se propuso viajar con su ex mujer hasta Oroville, en una especie de recorrido aventurero que no se desarrolló de la forma que él tenía contemplado en un principio. A partir de ahí, se plantea contar la historia de Ishi, último sobreviviente de su pueblo, desde su hallazgo al borde de la muerte hasta su estancia en el Museo Antropológico de San Francisco. Sin embargo, el narrador no está del todo seguro de la forma de contar lo que quiere contar. Le urge perseverar en la historia de Ishi, pero su inquietud radica en el modo, en la eficacia de los medios y estrategias para lograrlo. Teme incluso que reformular la historia pueda tergiversarla y restarle la significación que tiene. Ha intentado con variados formatos de escritura, pero, en todos, la historia “se le escurre por los dedos”. El narrador, de todas formas, continúa con su tentativa y repasa de manera general algunos episodios relevantes de la vida de Ishi en el museo y su renuencia a abandonarlo. Es en ese punto que vuelve sobre sí mismo y se plantea respecto a la literalidad de la historia del indio. El problema sería entonces de literalidad, y este concepto se vuelve una constante a lo largo del cuento. En la literalidad de la historia encuentra el narrador un desafío clave, un obstáculo a soslayar, un concepto sobre el cual trabaja por oposición, como excusa para cimentar su propio discurso.

La literalidad es cuestionada en puntos claves. En el café donde estuvo el narrador, hace tres años, con su mujer e hijos, fueron atendidos por una joven pelirroja que llevaba una camiseta con la leyenda “pelirroja”, lo que para el narrador podía ser nocivo y provocar un “desequilibrio metafísico”. Luego, asistió a unas lecturas que se realizaron en un café llamado Einstein, con el calificativo “Bajo los tilos”, precisamente, por el nombre de la calle en que se encontraba el lugar, que estaba debajo de unos tilos. Esto al narrador le provocó extrañeza. Estos dos episodios influyen en su toma de postura respecto a la manera de abordar la historia del indio yahi y luego su concepción sobre la narrativa en general. El narrador vuelve sobre Ishi y retoma el relato de su sobrevivencia al exterminio de su tribu. Recurre a la crónica de uno de los miembros de la partida de blancos, de la cual se enteró más tarde en un libro de crónicas que había encontrado en la biblioteca donde impartía clases. Al leerla, ya había tratado, sin éxito, de escribir algo que, a la larga, resultaba ser demasiado político, por ende, demasiado literal. De nuevo, la literalidad como eje conflictivo y crítico.

La historia que sigue, la de Bernardo Atxaga sobre el viejo y el niño que se convirtió en perro, es contada por el narrador para señalar su predilección por los cuentos a los que les “falta un pedazo” y sobre los cuales puede crear una mitología. Destaca el hecho de que, en esta ocasión, la historia escapa a la literalidad. Poco a poco, se va configurando una postura crítica en torno al planteamiento narrativo que más adelante quedará patente. Una vez más, el narrador prosigue su historia sobre Ishi y cuenta su último desencuentro con los blancos hasta sus días como trabajador en el museo. El problema que le surge es, una vez más, narrativo. Contar la historia de Ishi como la de un sobreviviente que se entregó con tal de tener comida lo precipitaría al “abismo de la literalidad”. Tenía que contar su historia desde otro ángulo. Es así que, finalmente, el narrador opta por imaginar a Ishi resignado a ser “lo último de algo”, es decir, contar su historia como si fuera la última, porque lo último lo volvería único. De esa forma, el narrador se manifiesta abiertamente contra la literalidad y equipara la propia historia de Ishi con la del niño convertido en perro, con la del bosque que se llama desierto (el bosque “Desierto de los leones” en la ciudad natal del narrador) y con la de la pelirroja que no lleva en su camiseta algo que denote su color de pelo.

El cuento culmina con una especie de tesis sobre lo que para el propio narrador es la escritura. Dice que escribir es, a veces, un trabajo; y otras, una concesión y una apuesta. Recurre a sus reflexiones en torno al destino de Ishi para fundamentar su punto de vista, como si todo lo contado hasta ese punto hubiera sido el ejercicio argumentativo necesario para exponer dicha conclusión de manera inductiva. Es posible sostener, entonces, que en el cuento se configura un narrador que desarrolla, por medio de la historia de otro personaje, una conciencia de una “metanarrativa”, cuyo tratamiento no solo plantea inquietudes respecto a la posibilidad de contar o no ciertos relatos, sino que desafía la uniformidad de los propios procedimientos inherentes al ejercicio de la escritura, tales como la elección de un punto de vista determinado y la definición de un género establecido. Ahora bien, ¿cómo se manifiesta esa metanarrativa y en qué se traduce? primeramente, en el propio oficio de la escritura, como ha quedado de manifiesto. Hacia el final, el narrador realiza un ejercicio crítico sobre su concepción de la escritura y sobre su propio rol y lugar como narrador, cuestiones que, a lo largo del cuento, se van desarrollando de manera acumulativa, conforme el narrador discurría en su historia y la de Ishi. Vale decir que Ishi, en cuanto motor de la búsqueda, es un personaje-espejo, en tanto refleja al propio narrador en su condición solitaria, huérfana de origen y en su búsqueda vital de una escritura posible. El conflicto se gestó en cómo contar la historia. El conflicto era necesario para llegar a esa reelaboración consciente del sentido narrativo. El narrador combatió la literalidad, entendida como linealidad temporal y prosaica, la literalidad de un mundo vacío de connotación, que no abriga la posibilidad de narrar(se).

Cabe recordar, en este punto, la “conciencia narrativa” de Juan Villoro. Él planteó que dicha conciencia se alcanza solo una vez que el narrador ha resuelto sus propios conflictos internos. El cambio en la mirada narrativa pasa por dentro, en las emociones y en los pensamientos del narrador, en la forma de gestionar sus encrucijadas y sus desafíos de escritura. De ahí su conciencia, de ahí lo meta narrativo. Es ahí, en esa resolución, que encuentra un posible significado, no del todo acabado, pero genuino. Para Villoro, “escribir literatura es no estar seguro” (Villoro, 2018). El narrador del cuento tampoco lo estaba, y dudaba en todo momento sobre la valía y la propia condición literaria de lo que se proponía contar. Pese a todo, insistió en la materia de su escritura e hizo de su propio ejercicio metanarrativo una obra que se sostiene por sí misma.

Toca volver sobre el título de la obra que contiene en sí “la muerte del autor”, en referencia al pensamiento de Roland Barthes. Si se acaba de leer el cuento y luego se relee el título, resuena con la premisa barthesiana. Especialmente, en el párrafo final, esta resonancia es significativa. Allí el narrador se sustrae de su contenido narrativo para formular su planteamiento sobre el acto de escribir. Es más, la alusión a la “espera de la muerte” se refería, en un principio, a Ishi, pero perfectamente puede ser leída como la espera de la muerte del autor. Señaló Roland Barthes en su ensayo que: “siempre ha sido así, sin duda: en cuanto un hecho pasa a ser relatado, con fines intransitivos y no con la finalidad de actuar directamente sobre lo real, es decir, en definitiva, sin más función que el propio ejercicio del símbolo, se produce esa ruptura, la voz pierde su origen, el autor entra en su propia muerte, comienza la escritura.” (Barthes, 1968, p.1). Aquel símbolo, aquella ruptura a la que se refirió Barthes podría ser comparada con la metáfora del trazo oblicuo respecto del acto de escribir: una línea que se desvía a propósito, que busca otras direcciones. El narrador del cuento usó la muerte en sentido metafórico respecto al hecho de escribir, asumiendo que esa muerte es también la suya propia. Asume su mortalidad como narrador en la medida que asume la propia mortalidad como materia de la narrativa y de la escritura.

Respecto al género literario, el narrador manifiesta su indecisión al momento de elegir aquel con el que pretende relatar la historia de Ishi. Habla del pastiche, de la narración directa, del flujo de conciencia, de las entradas de diario, de la narración epistolar, pero todo acaba siendo inútil. Deja en evidencia la inseguridad del autor que está a punto de comenzar su obra y debe decidirse por su forma, y esa forma, dentro de la tradición literaria, necesariamente está inscrita dentro de ciertos géneros establecidos como tales. Tzvetan Todorov, en El origen de los géneros, señaló que “los autores escriben en función del (lo que no quiere decir de acuerdo con el) sistema genérico existente, de lo que pueden manifestar tanto en el texto como fuera de él o, incluso, en cierto modo, ni una cosa ni otra”. (Todorov, 1987, p.38). En repetidas ocasiones, el narrador duda de la autenticidad del formato cuento y, en otras, reivindica la crónica escrita por otros, aunque no tenga, de acuerdo a su visión, un carácter lo suficientemente literario. El propio texto, de hecho, está escrito como si se tratara de una narración en clave ensayística y argumentativa. Nunca se decide por cual género es el más adecuado para la consecución de la historia y, sin embargo, es gracias a esa indeterminación que lleva a cabo el ejercicio reflexivo necesario para sostener, al final, su idea metáfora sobre el acto de escribir. Vacila de manera constante sobre la forma de contar, pero el narrador se niega rotundamente a su imposibilidad.

Queda en suspenso el autor. Aunque el propio título denota su muerte, es posible afirmar que lo que muere, en realidad, es el autor como figura absoluta, monolítica y esquemática. En cambio, en el cuento, su función vuelve a ser incorporada en tanto conciencia vacilante. Hay una proyección de esa función del autor en el narrador de la obra. Pese a que la historia de Ishi sea incontable, luego de varios esfuerzos, permanece ahí la posibilidad de decir, de nombrar la experiencia de dichos esfuerzos, reivindicando, de nuevo, su desvío, su digresión de la norma lineal, literal, su trazo oblicuo. A propósito de la función autor, Julio Premat señaló que: “hay una búsqueda de sentido, una intencionalidad y un lugar de resistencia al flujo discursivo”. (Premat, 2006, p.314). También indicó que el sentido del discurso del autor, está “supuestamente cargado de revelaciones”, lo que se puede comprobar, nuevamente, en el párrafo final del cuento. En efecto, el planteamiento inductivo del narrador sobre el acto de escribir se deja leer como una revelación de su propia verdad narrativa, en un proceso que emula, de forma literaria, una comprensión de carácter gnoseológico.

Con todo, Sobre la muerte del autor se constituye como una obra literaria en la que el juicio inicial del narrador es puesto a prueba con su derrotero vital y con sus disquisiciones en torno a la historia sobre la cual profundiza, hasta llegar a un conocimiento intransferible sobre su oficio de escritura. Se despliega, de esa manera, una conciencia de una metanarrativa, una conciencia que expone, sin concesiones, las contradicciones internas de forma y de fondo que se le presentan al narrador a la hora de emprender su proyecto. Puede leerse incluso como invitación a los futuros narradores a desarrollar esta conciencia en sus trabajos, con tal de lograr un mayor grado de lucidez sobre sus motivaciones y propósitos. ¿La escritura es un trazo oblicuo o una apuesta final? El cuento remata con una disyuntiva en la que queda de manifiesto el espíritu inconformista, “anti literal” que debería impulsar toda narrativa literaria. El motor y el horizonte de toda narración debería ser ese: una interrogación abierta (o velada) al lector.



Referencias bibliográficas



Indirecta



· Enrigue, A. (2005). Sobre la muerte del autor. Revista Letras Libres. Año 4. Número 46.



Directa



· Barthes, R. (1968). La muerte del autor. Traducción: C. Fernández Medrano. Fuente: http://www.cubaliteraria.cu/revista/laletradelescriba/n51/articulo-4.html



· Premat, J. (2006). El autor: orientación teórica y bibliográfica. Cuadernos LÍRICO, Figuras de autor 1, 310-322.



· Todorov, T. (1987). El origen de los géneros. Publicado en “Teoría de los géneros literarios” por Miguel Ángel Garrido. Arco Libros, S.A. Madrid. 30-48



· Villoro, J. (2018). Conferencia “La conciencia narrativa”. Museo Malba. Fuente: https://www.youtube.com/watch?v=jaAPNN2KD9c&t=4332s

Back to the beggining (breve relato)

En el colectivo de regreso, el chofer escuchaba reggaeton. Me encontraba sentado atrás, en medio de dos pasajeros. No podía moverme libremente. Al costado derecho, un caballero estaba absorto en la pantalla de su celular. Tenía puestos unos audífonos. Hice lo mismo y saqué los míos, guardados en el bolsillo de la chaqueta. Para eso, tuve que levantarme hacia delante, y colocar el brazo entre medio, tratando de no pasar a llevar a la señora de al lado. Lo hice e inmediatamente conecté el cable para escuchar mi propia lista de música. Sonaba Tiamat. Un doom noventero, lento y oscuro. En un acto reflejo, miré hacia afuera de la ventana, no sin antes fijarme en la pantalla del celular del caballero. Alcancé a distinguir a Black Sabbath en su reciente despedida y a Ozzy en su trono de murciélago, tomando el micrófono de manera vacilante, como si en eso se le fuera a ir la vida.

De fondo, el público emocionado. Quería creer que en ese preciso instante, Ozzy cantaba Mama i’m coming home. Ninguno de los dos despegaba la mirada del concierto, así que llamé la atención del caballero con un movimiento de hombro. Cuando me miró sorprendido, solo atiné a decir la palabra mágica: Ozzy. El nombre del príncipe. Ese era el mantra que nos ayudó a romper la barrera del sonido. “Así es. Lo más grande”, respondió. Mientras tanto, en el colectivo sonaba un insufrible trap. El vehículo se adentraba cada vez más en la carretera, a medida que caía la noche. De pronto, el caballero recordó que aún guardaba un vinilo del año 85 de Ozzy, el Bark at the moon. “Discazo. Qué tiempos”, repitió, “qué tiempos”. Yo en esa época aún no nacía, pero me transporté de inmediato a aquella pieza análoga de adolescente y a aquel equipo de música stereo de los tempranos años dos mil, sonando cañón contra las paredes eternas. Centro de la eternidad, se llamaba un tema de ese disco. El más rápido. Estábamos en el centro de la eternidad.

Seguíamos en la carretera. El colectivo dobló rumbo a la ciudad al interior y fue a dejar a la señora que estaba a mi costado izquierdo. Nos bajamos rápidamente para darle el paso y volvimos a subirnos. Adentro, el caballero seguía viendo el concierto. Ninguno de los dos asimilaba el final, aunque ya fuera algo categórico. “Qué bueno que alguien también escuche estos tarros”, repitió. Tarro era otra palabra que me transportó a aquellas tocatas añejas de Valpo, al Anemia, al Keops, al 2120. El metal seguía ahí, vibrando en la memoria, bombeando el corazón eléctrico. “De toda la vida, pues. De chico, de siempre”, respondí escueto, convencido, dada la urgencia. No hacía falta nada más. El conductor siguió su rumbo hasta llegar a una avenida y dobló una esquina, misma en la que el caballero llegó a su destino. En el momento en que se bajó y se despidió, se veía a Tony Iommi tocando su solo de guitarra y a la banda entera extasiada sobre el escenario. Ozzy seguía en su trono de murciélago. No pensaba dejarlo hasta acabarse la última nota, hasta rematar la última endiablada percusión, hasta detonarse el último condenado riff y envolverlo todo de tinieblas.

El chofer siguió el recorrido de siempre. Su radio continúo sonando, machacante, hasta que, por fin, el vehículo llegó a donde tenía que llegar. Me bajé rápido y seguí mi camino. Ya era tarde. En ese momento, lo supe. Era el silencio, el inmenso silencio antes del arranque sonoro. Transité por la calle más iluminada. Volví a colocarme los audífonos y reproduje en Spotify la versión original de Planet Caravan del álbum Paranoid. “We sail through endless skies/Stars shine like eyes/The black night sighs”. Un último acorde me condujo de regreso al origen. La realidad, nuestra maestra, se hizo presente.