jueves, 18 de junio de 2020

No soy amigo de las estatuas. La propia idea de una estatua de la libertad resulta absurda. Pero no creo que la solución pase por derribarlas ni decapitarlas. Sé que el gesto de su derrumbamiento y decapitación supone rebelarse contra un imaginario simbólico de opresión, y que eso implica precisamente leer a esos personajes representados desde la vereda del poder opresor. Sin embargo, esa lectura se hace más bien desde un “presentismo” con altas dosis de revisionismo político, que, en todo caso, interpreta la carga histórica condensada en esas estatuas a partir de un evento puntual o un hecho paradigmático, al cual se suma toda una serie de causas encadenadas que vendrían a construir un relato, en este caso, el relato de los discriminados por la "historia oficial" en razón de su raza, de su cultura de origen o de su genética. En lo relativo a Colón como símbolo del racismo en América, y, por alcance, del racismo actual norteamericano, no se puede aseverar tajantemente que sea el responsable originario de todo el genocidio posterior, ni afirmar con certeza que él haya representado el origen de toda discriminación racial desde el período de la conquista en adelante. Hay que considerar que EEUU fue colonia británica desde el siglo XVII, justamente cuando comenzó la esclavitud en esos lares, tiempo después de la leyenda negra española. Hay que considerar también que Colón murió desconociendo por completo que había pisado unas tierras completamente desconocidas para la óptica occidental hasta ese entonces, encontrando siempre en esos parajes el signo de las Indias a lo largo de sus cuatro viajes. En sus diarios siempre consideró a los nativos como oriundos de las Indias, incluso mencionando al Gran Khan, en un intento por establecer negociaciones con esta gente nativa, por supuesto, sin éxito alguno. Se cuenta, por otro lado, que al ser designado virrey y gobernador de las Indias por la Corona Española, a Colón se le acusó de implementar un gobierno tiránico, hecho a partir del cual la historiadora Consuelo Varela opina que «la historiografía que se nos ha conservado hasta ahora es única y exclusivamente la que le favorecía». Pero si achacamos únicamente a Colón la completa responsabilidad sobre todo lo que sucedió después en América (que, por cierto, tampoco constituye un continente necesariamente victimizado ad aeternum, sino que un continente humano con su propia entidad dentro de la historia universal, llena de luces y sombras), asimismo tendríamos que achacarle, por ejemplo, a Julio César la barbarie ocasionada en Germania, o a los árabes la dominación ejercida durante siglos sobre los propios españoles. Igual que en Europa, la conquista de ese continente inventado denominado América (a decir de Edmundo O Gorman) supuso un profundo cambio social y cultural, tal vez equiparable al que provocó Roma sobre el Viejo Mundo. Las civilizaciones, quieran o no los puristas de la moral, se han ido blandiendo como espadas a base de fuego y hierro. ¿Pero a qué costo? Se preguntarán los progresistas de hoy. Pues el costo del ciclo de la(s) historia(s), sin una síntesis posible en el horizonte, el ciclo de la(s) historia(s) que una y otra vez vuelve(n) sobre sí misma(s), de manera centrífuga, construyendo un presente sobre las ruinas de un pasado, y, al mismo tiempo, conservando los sedimentos, los recuerdos que aún palpitan y también los olvidos que aún resuenan. No hay que dejar que esos recuerdos opaquen la mirada, aunque tampoco que esos olvidos permanezcan demasiado tiempo en la retina, con tal de nublar la visión de las cosas. Las estatuas deberían seguir ahí, no tanto para ensalzar a los muertos, como para repensar lo que fueron.