Nueva crónica que trata sobre la búsqueda de trabajo. La vida del profesor, a ratos, se debate entre la ficción y la realidad, entre lo posible y lo imposible:
Recorrer el centro de Curauma a pie, en búsqueda de pega, se sintió como un auténtico peregrinaje. Bajo un Sol que abrasaba, la faena adquirió de pronto un carácter penitente. Cada paso hacia el próximo colegio, curriculum en mano, era, en sí mismo, un ejercicio estoico. Si se lee de manera existencialista, un viaje arduo a la espera de la institución que me abra las puertas, como en un regreso a tierra desconocida.
Para no perderme, busqué en el GPS las escuelas más cercanas a mi radio de acción. Así, caminé un buen tramo y pude arribar a cuatro, hasta encontrar un colegio que llamó mi atención poderosamente: el Colegio Miguel de Unamuno. Me sentí obligado a pasar por ahí. El solo nombre del escritor me convocó. Así que caminé rumbo al colegio del escritor, a ver si allí se dignaban a contratarme y contar con mis servicios.
La ruta no fue expedita. El Sol pegaba fuerte contra el asfalto y las calles con sus esquinas se volvían más inaccesibles. En una, había que cruzar un sendero de arena. En otra, había que subir una calle muy empinada, tal como en Valparaíso.
Al llegar con la dirección que me indicaba el mapa, di con el colegio. Estaba instalado delante de una arboleda y alrededor de la cuadra no se percibía pasar a nadie. Seguramente, ya los estudiantes habían terminado su año escolar y solo quedaban los profesores y los auxiliares puertas adentro, a realizar una labor entre monástica y burocrática.
Primero accedí a un camino empinado, creyendo que allí estaba la entrada al colegio. Pero no. Solo encontré un muro de concreto que se prolongaba hasta cerca de unos troncos. Así que bajé de regreso y me dirigí a la calle de más abajo, en horizontal. Caminé unos cuantos metros más y logré dar con una puerta metálica. Toqué el timbre y me abrieron. Allí dentro solo estaba la secretaria, quien recibió mi currículum de manera muy amable.
Le pregunté a ella si ya habían terminado el año. Me respondió que sí, que ya no asistían los estudiantes. Y luego le consulté sobre los profesores. Dijo que estaban en su sala. No todos, algunos. Entonces era cierto que, pasado el año lectivo, la labor de los docentes era netamente administrativa, a ratos, una que otra actividad de esparcimiento, pero, en el fondo, se trataba de actividades propias de un pálido funcionario: papeleos, rendición de cuentas, planificaciones y cumplimiento de horario, como si las horas allí dentro pasaran a un ritmo diametralmente distinto al mundo de afuera, como si estuviesen suspendidos en un plano nebuloso.
La pura referencia a ese periodo posterior al año lectivo me hizo comprender que el tiempo de los docentes, durante el cierre de semestre, previo a vacaciones, tenía algo de neblinoso, de algo que aún no termina de ocurrir, un mero ejercicio de transición, y así me sentía yo, en un limbo, fuera de juego, en un cavilar constante.
Salí del Colegio Miguel de Unamuno como el personaje de Augusto Pérez hubiera querido salir de la novela que habitaba: prosaico, aunque impulsado por un deseo recóndito, el deseo de enfrentar al verdugo de la realidad y reescribir mi historia en el sistema educativo, esa nívola llena de ilusiones y de erratas. Comprendí que también en el profesor, así como en el escritor, descansaba la paradoja de la vida.